Hace (muchos) años esta era la entradilla de los ligones aficionados. Se acercaban a la chica con sus acampanados pantalones y soltaban la pregunta al modo de Hamlet. Hoy en día todo es más confuso. Es lo que tienen todos los presentes, que, como los comparamos con criterios de supuestos pasados, no acabamos de entenderlos. Puede haber gente que trabaja para estudiar, gente que estudió pero trabaja en puestos para los que no estudió, etc.
Me ha venido a las mientes todo esto por una anécdota que viví ayer. En la cola de la caja de un supermercado, la dependienta se lamentaba en voz alta de no poder disfrutar del puente de la Inmaculada Constitución y remató su lamento con estas palabras: "¡Qué lástima no haber estudiao!".
Me hubiera gustado que ciertos alumnos y alumnas hubieran estado en esos momentos ahí. No es una idea nueva la de que los estudios propician un estatus social más elevado: más ingresos, más tiempo libre... Hay estadísticas por ahí que lo demuestran (lo del dinero), aunque la cosa no está tan clara. Por un lado tenemos a esos licencidados y graduadas infraempleados y por otro, a esos/as trabajadores cualificados trabajando fines de semana, ya sea en empresas atosigadoras o en cargos de la administración pública (y puedo certificarlo), sin contar la pléyade de médicas de guardia y profesores corrigiendo exámenes y trabajos los domingos por la tarde.
Y luego están los ni-ni, los hijos del desamparo familiar y educativo, los esclavos del fornái y la pleisteichion, pero eso da para tres o cuatro entradas más. Si esto no es un desequilibrio, que venga Marx y lo vea.
Ayer, a pesar de la alerta por altas temperaturas, iba yo por una calle de Minoo (Osaka) justo después del almuerzo. En la misma acera, en sentido contrario y cuesta arriba, venía una niña de unos cinco años, con su gorro de ala ancha y su mochila de colores. Al verla pensé que podría resultar idónea como una de las imágenes con las que ilustran las guías de viaje o las páginas web sobre Japón. Cuando nos íbamos acercando noté que la pequeña desviaba un poco su dirección como acercándose a mí. Temí por un momento que estuviera sintiéndose mal por el calor sofocante y perdiera el equilibrio, pero al estar a mi altura se detiene, se gira, me mira, me sonríe y dice "Konnichiwa". Le respondí con la misma palabra y siguió su camino cuesta arriba, bajo el sol implacable de la tres de la tarde.
Eso es todo, algo así como un haiku.
Hace tiempo que se oyen voces que apuestan por insertar la filosofía en tempranas edades del sistema educativo. A ver, no se trata de explicar el concepto de übermensch en sexto de primaria, ni el hilemorfismo aristotélico en cuarto, sino de enseñar a pensar y de familiarizar al alumnado con algunos conceptos básicos, por lo menos de ética, para que empiecen a dejar de ser meras máquinas de masticar y vomitar contenidos.
Viene esto a cuento de una anécdota que viví hace unos días. En medio de jefatura de estudios, en el transcurso una conversación con alumnos de 2º de ESO (12-13 años aprox.) acerca de algún conflicto de los muchos que hay en un centro con 800 alumnos y 75 profesores, una profesora dijo que eso "no era normal". Uno de aquellos chavales interpeló con algo así como: "Pero el filósofo Focul dice que no hay nada normal". Yo estaba en una mesa contigua trabajando y oí la frase de lejos. No me lo podía creer. Intervine: "¿Tú te refieres al filósofo francés Michel Foucault?". "Sí, ese, es que no sé decirlo bien", me respondió el alumno. Me quedé pasmado, como quizá se habrán quedado ustedes al leer esto.
Más tarde indagué por ahí y di con el responsable indirecto de este excelente incidente. Fue un profesor (tan alopécico como el filósofo francés) el que les comentó durante alguna conversación que el concepto de normalidad es relativo, que el tiempo pasa, que las normalidades mutan y que buscaran en la Wikipedia a Foucault. Ignoro si el alumno en cuestión llegó a ampliar el tema, pero se quedó con la copla y la soltó a la primera de cambio, en medio de la jefatura de estudios. Sócrates y Foucault tienen que estar desternillándose en su tumba. Si eso no es educación, que venga Giner de los Ríos y lo vea.
Exterior, día. Dos mujeres de mediana edad conversan en las inmediaciones del colegio, minutos después de que este cierre sus puertas con los infantes en su interior. Visten ropajes estrechos y cómodos, propicios para ejercitar el yoga u otros ejercicios aeróbicos y anaeróbicos.
--¿Tú te crees que si le dices eso va a dejarte en paz?
--Pues no.
--Pues ahí lo tienes.
Esta escena basada en hechos reales evidencia la vigencia (vaya ripio) del método socrático, conocido como mayéutica, en el que el sabio extrae o sonsaca las conclusiones a base de preguntar. Literalmente la mayéutica es el arte de saber hacer parir, el arte de las parteras, en otras palabras. Sócrates pensaba que la verdad estaba dentro de sus interlocutores y que todo consistía en hacer las preguntas adecuadas para hacerla salir de su madriguera de prejuicios e ignorancia, como quien pone cebos para atraer a su presa.
Y la verdad sale. No cuando queremos, ni donde, pero sale. Otra cosa es que cuando nazca no la reconozcamos como hija nuestra o que sea melliza de otra verdad. Bueno, dejemos la alegoría del parto, que tirando tirando de ese cordón umbilical, lo mismo sacamos otra verdad que no nos conviene.
El argumento de autoridad pasó una mala racha hasta la llegada de las infografías con citas de Paulo Coelho, Einstein y Gandhi. Quedaba mal en una tertulia decir cosas como "eso es así porque lo dijo Aristóteles/Freud/Marx/Nietzsche" o "ya lo dijo Tertuliano" (de ahí vienen precisamente las tertulias). Se consideraba que el que esgrimía semejantes argumentos era incapaz de demostrar lo que pretendía de forma rigurosa, científica y mensurable.
Luego, como digo, llegó el tsunami Coelho y las aguas volvieron a su cauce. Ahora cualquier idea bien infografiada, tenga o no tenga consistencia o faltas de ortografía y puntuación, puede ser esgrimida en las redes sociales sin el menor pudor.
Pero lo que he oído esta mañana sobrepasa los límites de la banalidad. En un programa de radio daban un reportaje sobre los youtubers y una de ellas va y hace no sé qué declaración cargada de muletillas y remata la faena con un "ya lo dijo Spiderman ¿no?...". No me he enterado de lo que dijo Spiderman porque mi cerebro ha sufrido un cortocircuito instantáneo. Vale que los nuevos medios y las nuevas gentes tengan otros modelos de comunicación, otros referentes menos sesudos y polvorientos, más ligeros; vale que citen a Coelho sin haberlo leído más que en Twitter, pero de ahí a colocar a Spiderman como argumento de autoridad. No sé. Me ha parecido demasiado hipersuperultrapostmoderno. Ahora bien, como dijo don Hilarión en aquella vieja zarzuela: "Los tiempos cambian que es una barbaridad".
Ayer en un barrio de Málaga pasé junto a un trío de vecinas que rondaban los setenta años. Dos de ellas oían atenta y silenciosamente a la tercera:
--Hay personas que hacen más falta en este mundo que otras.
Ahí queda eso. Los que quieran comentar la frasecita, que lean a Sir Francis Galton y aquel librito que escribió en la cárcel un cabo y pintor austriaco durante los años 20 del siglo ídem.
Ayer durante el paseo playero vespertino pasé cerca de una pareja que estaba en la arena, aprovechando los últimos rayos de sol. Se estaban mirando. Él, que parecía nativo, dijo lentamente:
--¿Tú volver a mí? Volver...
Y hacía un gesto para intentar explicar semejante concepto abstracto.
Ella callaba y miraba perpleja.
Esa escena, bajo un sol casi otoñal, encarnaba un doble tópico, el de los amores veraniegos interculturales y el de la impotencia políglota hispana.
Alfredo Landa sigue entre nosotros.