Tras lo vivido esta mañana, escribo en un estado mezcla de estupefacción, satisfacción y agradecimiento. Mi amigo Emilio Lobato propuso en su centro, el I.E.S Romero Esteo de Málaga, elaborar una serie de situaciones de aprendizaje de las que pide la LOMLOE, basadas en Operación Artemisa. Hace un mes o así me preguntó si podría ir una mañana a ver unas "cositas" que habían hecho sobre la novela. Aparte de la invitación, desconocía absolutamente lo que habían pergeñado ni qué iba a pasar tal día como hoy.
Así las cosas me presenté, en compañía de mi amigo Fran Cuevas Alzuguren, un poco antes de tiempo. Emilio nos pidió que esperáramos unos minutos en una cafetería cercana para terminar de prepararlo todo. Así lo hicimos.
Ya en la puerta del recinto comenzó a sonar "Así habló Zaratustra" de Strauss. El profesor de plástica, ataviado con un mono blanco tuneado con enigmáticos signos, me dio la bienvenida en inglés a la base Shackleton (que es donde sucede casi toda la trama). En los escalones de la entrada se podían leer las frases que adornaban los pasillos del escenario de la novela. Entonces aparecieron varias parejas de alumnos y alumnas portando unas banderas de creación propia que representaban a la Tierra, la Luna y a la propia base. A continuación, comenzaron a salir más y más alumnos ataviados con monos blancos. Tras un apunte coreográfico de bienvenida, interpretado por una alumna, María José, otros dos alumnos, Salma y Adan, se acercaron y se presentaron como la comandante Karalis y Alexander Marchand, protagonistas de la novela. Este último me invitó a entrar e hizo las veces de cicerone durante el resto de la visita. Yo, por mi parte, me limitaba a tener la boca abierta, preso de un asombro que es difícil de cuantificar.
Justo en la puerta me recibieron dos conserjes tocadas con sendas pelucas de colores, las cuales me ofrecieron un viaje por la Luna. En una de las paredes del mismo hall había un gran mural excelentemente pintado con una de las escenas principales de la obra y en las escaleras centrales pude releer los versos del primer poema en lunés, creado por Karalis, en versión original y en castellano. Alexander Marchand me habló de su sueño recurrente, un hombre entrando en el bosque, mientras me mostraba un dibujo que lo representaba y que había sido pintado en una puerta cercana. Era la puerta de la biblioteca y por ahí accedimos a la exposición propiamente dicha.
Alexander continuó explicándome todo lo que había allí: basalto que imitaba el regolito lunar, libros de literatura selenita, estudios sobre el suelo y la geología lunares, información sobre la planta artemisia, que había sido cultivada en una maceta por una alumna a partir de las semillas; una copia de la tesis de Alexander Marchand, un maletín con cajas de medicamentos para el "mal lunar", además de muchos paneles con dibujos sobre escenas de la novela, documentación sobre viajes a la Luna, imaginativos alfabetos del idioma lunés, recreaciones de futuras guerras mundiales, etc. Un trabajo de investigación que ha supuesto un esfuerzo enorme del alumnado en distintas materias y con el que seguro que han aprendido de forma lúdica, la mejor receta contra el olvido.
Mientras escuchaba atentamente las explicaciones de Marchand, me di cuenta de dos cosas. Había un alumno en una silla de ruedas, que imitaba a un personaje de la novela. Oía también un fondo musical. Era la Gymnopedie nº 1 de Erik Satie, tan importante para el argumento. Pero es que además no se trataba de una grabación, sino de un alumno de 3º de ESO, Jesús, que la interpretaba perfectamente.
Nos desplazamos hacia el fondo de la biblioteca donde había un enorme mural con una nave alunizando. Allí se desarrolló una interpretación de danza minimalista y exquisita, de nuevo a cargo de la alumna María José. Tras ello los profesores invitaron a los alumnos/as a sentarse enfrente de mí para que les hablara un poco del proceso de escritura y les leyera algún poema o relato, cosa que hice con mucho gusto.
De pronto apareció una profesora, Carmen, que colocó unas luces en el suelo, activó una música y dio paso a un grupo de alumnos/as que llevaron a cabo una pequeña obra de teatro sobre Nannar, uno de los mitos que se relatan en la novela.
Me di cuenta de que algo se cocía en la otra parte del espacio expositivo. Alguien (todavía no sé quién o quiénes) habían cocinado dulces selenitas, estrellas de bizcocho y rosquillas interestelares o algo así.
Cuando ya creía que todo había terminado, aparecieron inesperadamente unos alumnos/as de bachillerato gritando "¡selenitas! ¡selenitas!" y leyeron un manifiesto sobre la independencia de la Luna. Al acabar, me hicieron entrega del único ejemplar que existe de la Constitución de la Luna, un trabajo que han estado haciendo con su profesora de Filosofía, Ofelia.
Para finalizar, Emilio Lobato proyectó un divertido vídeo en el que recogía extractos de varios trabajos que había hecho el alumnado de 2º de bachillerato.
En resumen, una jornada muy intensa que me ha dejado en estado de shock. Llegó un momento en que poco a poco conseguí olvidar quién era el autor de la novela que había motivado todo aquello para pasar a disfrutar de la creatividad y el entusiasmo de este centro que lleva el nombre de uno de mis maestros.
Nada más empezar la actividad me acordé de aquella frase de Lorca: "El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana". Innovaciones educativas como esta consiguen que la educación se haga también más humana y se levante del libro, ya sea el de texto u Operación Artemisa. La sensación que tuve todo el tiempo fue la misma que experimento cuando escribo teatro y veo cómo hablan y se mueven por el mundo los personajes que uno ha inventado en soledad.
No puedo terminar esta apresurada reseña sin agradecer a todo el alumnado y a los profesores Raúl García Puente, por el excelente trabajo realizado desde el departamento de Educación Plástica; a Ofelia García Arce, coordinadora de la redacción de la constitución selenita; a Amparo Fernández Luna, por su labor de investigación sobre la artemisa y la geografía lunar; a Mª Ángeles Lanzac, Gabriel Canón, Pilar Ríos y José Miguel Jaenal, por su ayuda en el montaje de toda la instalación, sin la cual nada de esto podría haberse conseguido; a Carmen Torres por dirigir la bonita representación del mito de Nannar; a la profesora de Tecnología Margarita Mora Anaya, por sus aportaciones y su interés en que este proyecto sobre mi novela se realizara, y a la profesora de Música Rosana Meneses Lavín. Y cómo no, a mi amigo y, sin embargo, agente literario, Emilio Lobato Montes. Al montarme en el coche para volver a casa le confesé a Fran que me pasa como a Serrat en aquella canción sobre los amigos:
"los tengo muy escogidos, son
lo mejor de cada casa".
Corría el año 1864. El joven Nietzsche estaba a punto de terminar sus estudios secundarios en el muy prestigioso instituto/internado Schulpforta de la ciudad de Naumburgo. Esta institución (que continúa hoy día con sus actividades) se encuentra en un edificio, medio castillo, medio monasterio, y en aquellas fechas se regía por una severidad que hoy día no podemos ni imaginar: horarios reglamentados durante toda la jornada, sobriedad, altísima exigencia académica... Nada mejor que el adjetivo "prusiano" para definirlo. Imagino a aquellos adustos y severísimos profesores germánicos exigiendo sin descanso esfuerzo y disciplina al sumiso alumnado.
Se estarán preguntando a cuento de qué viene este revival educativo. Paso a explicarlo y qué relación tiene con la nueva ley educativa que se va a implantar en España (y juro que he perdido la cuenta).
Cuando el imberbe (mejor dicho, "imbigótico") Federico Nietzsche quiso marcharse con su título, resultó que no había superado las matemáticas. El profesor en cuestión consideraba que el prestigio de tan rigurosa institución se iba a desmoronar al (y verán cómo les empieza ya a sonar el asunto) "regalarle" el título a ese muchachito. El resto del profesorado se opuso a esta opinión y presionó, no para que lo aprobaran, sino para que le dieran el dichoso título sin aprobarlas. Por suerte lo consiguieron y el futuro filósofo pudo seguir su carrera dando clases en Basilea y generando ideas que trastocarían para siempre el pensamiento europeo. Y aquí quería yo llegar.
Como quizá sepan algunos/as de ustedes, a partir de este curso en España, un alumno/a que suspenda una materia podrá obtener el título de bachillerato, si se dan ciertas circunstancias: asiste a clase, se presenta a todas las pruebas y tiene una media superior a cinco entre todas las asignaturas. Pues bien, ya han empezado a sonar las trompetas del apocalipsis: que si la ínclita "bajada de nivel", que si los "regalitos", que si el acabose (otro más) de la educación, la cultura y la civilización occidental...
Este artículo ha sido escrito con la esperanza de que aquella justa decisión de 1864 pueda servir de ejemplo para evitar un excesivo rasgado de vestiduras. Siempre ha habido alumnos/as a quienes se les ha atascado (o les han atascado) alguna asignatura y los/as docentes han aplicado la excepcionalidad sin que el mundo se suma en la barbarie (al menos por esa razón). Como ya he dicho otras veces, no se trata tanto de "bajar el nivel", como de tener un alto nivel de perspectiva, empatía y sabiduría. De esa forma no cercenaremos posibles brillantes carreras por una pequeña parte proporcional del expediente (en nuestro caso 1/20), lo que contribuiría a "bajar el nivel" intelectual y científico de la sociedad en su conjunto.
Hace (muchos) años esta era la entradilla de los ligones aficionados. Se acercaban a la chica con sus acampanados pantalones y soltaban la pregunta al modo de Hamlet. Hoy en día todo es más confuso. Es lo que tienen todos los presentes, que, como los comparamos con criterios de supuestos pasados, no acabamos de entenderlos. Puede haber gente que trabaja para estudiar, gente que estudió pero trabaja en puestos para los que no estudió, etc.
Me ha venido a las mientes todo esto por una anécdota que viví ayer. En la cola de la caja de un supermercado, la dependienta se lamentaba en voz alta de no poder disfrutar del puente de la Inmaculada Constitución y remató su lamento con estas palabras: "¡Qué lástima no haber estudiao!".
Me hubiera gustado que ciertos alumnos y alumnas hubieran estado en esos momentos ahí. No es una idea nueva la de que los estudios propician un estatus social más elevado: más ingresos, más tiempo libre... Hay estadísticas por ahí que lo demuestran (lo del dinero), aunque la cosa no está tan clara. Por un lado tenemos a esos licencidados y graduadas infraempleados y por otro, a esos/as trabajadores cualificados trabajando fines de semana, ya sea en empresas atosigadoras o en cargos de la administración pública (y puedo certificarlo), sin contar la pléyade de médicas de guardia y profesores corrigiendo exámenes y trabajos los domingos por la tarde.
Y luego están los ni-ni, los hijos del desamparo familiar y educativo, los esclavos del fornái y la pleisteichion, pero eso da para tres o cuatro entradas más. Si esto no es un desequilibrio, que venga Marx y lo vea.
Las personas se dividen en tres grandes grupos: la "gente", las "personas que conozco" y "yo" (es decir, cada cual). Entre los dos primeros se establece cierta movilidad, regida por el azar y la pérdida progresiva de memoria. Gente que no conozco se convierte en conocida y personas conocidas se van olvidando y acaban convirtiéndose en gente.
Entre el yo y los conocidos también hay intercambio. Los pensamientos, tics, formas de hablar o comportarse pueden pasar de unos a otro. Al yo le cuesta mucho reconocer que está siendo influenciado por los conocidos, pero suele ser más ágil detectando su huella en los demás.
Dicen los neuropsicólogos que existe una zona del cerebro, el área 10 o capa granular interna IV, situada en la corteza prefrontal lateral (no soy neurólogo, lo he copiado de un libro), que es dos veces más grande en los humanos que en los simios. Puede que ahí viva la conciencia del "yo", porque se dedica a emitir lucecitas en las pantallas cuando la memoria, la planificación, el pensamiento abstracto y la adopción de comportamientos adecuados están funcionando. Pero la cosa es más complicada y otras zonas de la sesera también están implicadas en estos procesos. Como dijo Leibniz, "si agrandásemos el cerebro hasta que tuviese el tamaño de un molino, y así pudiésemos caminar por su interior, no encontraríamos la conciencia".
El yo es mutable a nivel psíquico, moral y político (sobre todo político después de unos resultados electorales no concluyentes) y además lo es a nivel físico. Cada diez años más o menos las células que nos componen ya no son las que nos componían. Nuestro cuerpo de ahora no es el que teníamos hace once años.
Resumiendo: si lo que pienso, siento y hago está influido por los demás; si no hay un lugar exacto en el que exista el yo, si mi cuerpo es nuevo cada década, ¿de dónde proviene es(t)e egocentrismo (selfismo) insano que nos encorseta y delimita y que pretende ser eterno a base de poemas, intervenciones quirúrgicas, sinfonías o cremas antiarrugas? Buda, Ortega y Gasset y otros muchos ya lo intuyeron: apenas somos, o somos nosotros y nuestras circunstancias.
Dos artículos aparecidos en la revista Cell demuestran, argumentan, proponen que hay un virus dentro de nuestro cerebro que puede ser el causante de... ¿la degeneración neuronal? ¿la esquizofrenia? ¿el terraplanismo? No, del pensamiento, del mismísimo pensamiento, ese que hace que esté tecleando estas palabras. No me digan que no es inquietante.
Todavía se ignora el tipo de información que envía el virus Arc (que así le han puesto a la criatura) en unos paquetes de ARN que van de neurona a neurona. En la universidad de Utah y en la de mi querida Kioto hay dos investigadores dándole vueltas al tema. O sea, ellos no, los virus que los dirigen.
Ya sabíamos que tenemos millones de bacterias que nos ayudan a digerir lo que comemos, pero de ahí a que pensemos gracias a unos virus... Ríanse ustedes de la invasión de los ladrones de cuerpo y de la niña de El exorcista. Es que no hacen falta ni mutaciones. Con infecciones nos conformamos.
El yo, la conciencia de ser lo que creemos ser, igual es una especie de patología, un resfriado mal curado. Lo dijo Buda y por ahí van los tiros de la neuroquímica. Descartes estará removiéndose en su tumba al enterarse de que lo infectaron, luego existía.
No es la primera vez que hablo de esto, pero ahora quiero relacionarlo con dos noticias/hechos más o menos recientes.
El primero es el fallecimiento de uno de mis maestros, el dramaturgo universal Miguel Romero Esteo. Pocas veces se tiene la oportunidad de conocer en persona a alguien que cuadre con la categoría de genio. "Genial" es una adjetivo que no me gusta demasiado. Es una hipérbole devaluada que se aplica a cualquier tontería:
--He pensado que mejor vamos a este otro bar, que ponen dos tapas por una.
--Genial.
Menos veces se tiene la suerte de que el genio te dé clases y muchas menos de que te invite a copas, al cine o al teatro, en compañía de otros compañeros y compañeras de facultad, tan afortunados como tú.
En una de sus magistrales lecciones semi-improvisadas estaba argumentando algo sobre sociología de la literatura y un alumno (de cuyo nombre no debo acordarme) le replicó que aquello no era "de sentido común". Ahí fue Troya. Miguel montó en cólera y empezó a despotricar del sentido común, entendido como una forma de pensamiento plana, anti-intelectual, cutre, fascista y no sé qué más ("cuñada" la llamaríamos hoy). Aquel alumno no volvió por clase. De vez en cuando Miguel preguntaba en medio de una explicación: "¿Dónde está el muchachito del sentido común?". Nunca más se supo. Quizá otro día me anime y cuente más cosas del gran Miguel. Sólo diré que, como su tocayo (Unamuno), sin duda fue un "excitator", pero no "Hispaniae", sino "discipulorum".
Esta anécdota me resonó en la cabeza el día que se ofrecieron los resultados de las elecciones andaluzas del pasado 2 de diciembre (y aquí va el segundo hecho que anuncié en el primer párrafo). Uno de los partidos, hasta entonces ninguneado por las encuestas que analizan el sentido común de las gentes, empezó a hacerse un hueco en redes y medios y... allí estaba: el retorno del sentido común.
No es de sentido común, dicen ellos, que se den casas y ayudas a los inmigrantes y los españoles no tengan nada. No es de sentido común, dicen ellos, que se paguen operaciones no vitales y se posterguen las necesarias. No es de sentido común, dicen ellos, que se defienda a la mujer a toda costa, si las mujeres también pueden estar al borde de un ataque de nervios y matar a sus maridos (de vez en cuando).
No me voy a poner aquí a rebatir estos puntos programáticos. Este nunca ha sido un blog de política. Sólo diré que el sentido común nos enseña que el sol "sale" por el este y que la Tierra está quieta, mientras todo el firmamento gira a su alrededor. Es el sentido común el que proclama que para viajar de Málaga a Osaka el camino más corto es pasando por Italia, Turquía, Irán y China, cuando para ir hacia el este lo más corto es volar hacia el norte, porque vivimos en una esfera, no en un plano. Es el sentido común el que animó el odio de los nazis hacia el arte "degenerado" (Entartete Kunst): Picasso, Van Gogh, Matisse, Kandinsky, Munch, Klee (mi amado Klee) y todo el jazz (negro), por supuesto... Imagino a Goebbels recriminando a Picasso la posición de los ojos en la cara, mientras sus correligionarios daban a la palanca del gas zyclon y se cerraban los de quienes estaban en Treblinka.
Sí, el sentido común está de vuelta y parece que (lo siento, Oscar Wilde) ya no es el menos común de los sentidos. Malos tiempos para los pensadores autónomos, las cuestionadoras de toda índole, los meticulosos del razonamiento, las partidarias del sentido propio. Una gran brocha gorda nos barrerá y empujará hacia la nueva ágora, donde vociferan las grandes mentes de la actualidad: la barra del bar.
Hace tiempo que se oyen voces que apuestan por insertar la filosofía en tempranas edades del sistema educativo. A ver, no se trata de explicar el concepto de übermensch en sexto de primaria, ni el hilemorfismo aristotélico en cuarto, sino de enseñar a pensar y de familiarizar al alumnado con algunos conceptos básicos, por lo menos de ética, para que empiecen a dejar de ser meras máquinas de masticar y vomitar contenidos.
Viene esto a cuento de una anécdota que viví hace unos días. En medio de jefatura de estudios, en el transcurso una conversación con alumnos de 2º de ESO (12-13 años aprox.) acerca de algún conflicto de los muchos que hay en un centro con 800 alumnos y 75 profesores, una profesora dijo que eso "no era normal". Uno de aquellos chavales interpeló con algo así como: "Pero el filósofo Focul dice que no hay nada normal". Yo estaba en una mesa contigua trabajando y oí la frase de lejos. No me lo podía creer. Intervine: "¿Tú te refieres al filósofo francés Michel Foucault?". "Sí, ese, es que no sé decirlo bien", me respondió el alumno. Me quedé pasmado, como quizá se habrán quedado ustedes al leer esto.
Más tarde indagué por ahí y di con el responsable indirecto de este excelente incidente. Fue un profesor (tan alopécico como el filósofo francés) el que les comentó durante alguna conversación que el concepto de normalidad es relativo, que el tiempo pasa, que las normalidades mutan y que buscaran en la Wikipedia a Foucault. Ignoro si el alumno en cuestión llegó a ampliar el tema, pero se quedó con la copla y la soltó a la primera de cambio, en medio de la jefatura de estudios. Sócrates y Foucault tienen que estar desternillándose en su tumba. Si eso no es educación, que venga Giner de los Ríos y lo vea.
Tres psicólogos británicos hicieron el siguiente experimento con niños de 5 a 9 años. Les pidieron que tiraran de espaldas bolas del velcro a una diana que había a unos metros. La cosa era difícil. Luego los separaron en dos grupos. Al primero le pidieron que fueran entrando de uno en uno y lanzaran lo mejor posible. Los pobres y las pobres, al percatarse de que no daban una y viendo que estaban solos, se volvían sigilosamente y colocaban las bolas donde les parecía para conseguir más puntos. Al segundo grupo le contaron que en una silla que había junto a la diana estaba sentada la invisible princesa Alice, que vigilaba por si alguno hacía trampas. Sí, es lo que están pensando. Los niños del segundo grupo actuaron con un nivel de ética/moral intachable, temiendo el ojo invisible de la invisible princesa. No faltó alguna que se fue hacia la silla y la palpó, para ver si en efecto había tal princesa en la silla. Empiristas y materialistas, futuros filósofos.
La moraleja está bastante clara: la existencia de los dioses es un hecho eminentemente práctico, un rastro bastante claro de la psique infantil, de aquellos tiempos en que los padres controlan toda la vida de sus hijos. Fue Voltaire quien lo intuyó: "Si Dios no existiera, sería necesario inventarlo". Y tiene toda la guasa que el gran azote de la Iglesia sea precisamente quien lo diga. La frase es, pues, ambigua. Los creyentes ven en lo que demuestra el experimento británico una "razón para la fe" (gran paradoja donde las haya) y los ateos y agnósticos, precisamente lo contrario, que Dios es un invento y que se podrían hacer las cosas bien sin su necesidad.
Hace años en un libro de texto de Lengua encontré un reportaje sobre una monja española que prestaba sus servicios a las víctimas de aquella masacre de hutus y tutsis, que dejó en estado de shock a la opinión pública mundial. En un momento la religiosa afirmaba que estaba allí por su fe y que no sabía por qué estaban allí las otras personas, que ayudaban, pero no la tenían. Me pareció una duda curiosa.
Sea el hombre un lobo para la mujer o un perfecto salvaje roussoniano, no creo que a estas alturas de la historia quepa duda de que pueda existir una ética y una moral laicas, como la que propuso Sócrates y, en cierto sentido, Buda. Una ética en sí y por sí misma, sin premios ni castigos a posteriori, sin grandes hermanos ni princesas invisibles sentadas en sillas de jardines de infancia.
Ahora que la imagen estaba terminando de zamparse a la palabra, ahora que todo es apariencia, 3D, HD y demás, ahora que la palabra (poesía incluida) estaba terminando de ser fagocitada, justo cuando las últimas hilachas pendían de las fauces de Netflix y Youtube, la palabra se revuelve y resucita. He aquí a lo que me refiero.
En un famosísimo concurso televisivo de talentos todos han caído rendidos ante el poder del verso de un muchacho llamado César Brandon. Este guineano, rozando levemente la estilística del rap, pero con los atributos más de poeta/rapsoda, ha puesto en pie al público a capella. Su belleza moderna que engancha a mucha gente ajena a la poesía parte de una hábil alternancia de códigos lingüísiticos, unas gotas de leve rima y una reflexión del ser humano contemporáneo perfectamente comprensible.
En paralelo ha ocurrido algo en mi centro que ha remachado esta idea. Hace unos meses el departamento de Filosofía, formado por Inmaculada Gutiérrez y Miguel Heras, puso en funcionamiento un club de discusión filosófica durante el recreo. Fui el primer día y luego ya no pude por evidentes razones laborales. Desde entonces no he comentado nada con él hasta que ayer me dijo en el pasillo que no caben en un aula pequeña que le habíamos asignado, que son ya casi treinta los jóvenes que quieren hablar de filosofía, exponer sus ideas, oír las de los demás, interactuar, pensar... Una hazaña pedagógica que viene a aportar un chorro de aire fresco en la enrarecida atmósfera de la agria monotonía escolar.
Y es que no todo va a ser ver, aparentar y pantallear. La gente quiere hablar en directo, quiere expresarse a golpe de lengua, glotis y cuerdas vocales, quiere volver al ágora, a pasear con sandalias junto al viejo Sócrates, aun a riesgo de acabar tomando cicuta por inciviles y antisistemas.
Andalucía está acostumbrada a recibir el agua procedente de las lágrimas de sus habitantes; no tanto la que cae de las nubes. Salvo en algunas de las montañas que la circundan o dividen, esta es tierra de sequías pertinaces, de desiertos peliculeros, de costas soleadas y olivares calcinados. Por eso resulta tan extraño este día "mininacional", nublado, celta, gris como un atardecer en Escocia.
Hay quienes hoy gritan a los cuatro vientos el orgullo de haber nacido aquí. Yo lo llamaría, en todo caso y con mucha precaución, suerte. Ser coterráneo de Séneca, Lorca, Velázquez, Picasso, Ibn Hazm, Góngora, Juan Ramón, Ibn Firnás, María Zambrano, Camarón, Falla o Vicente Aleixandre es eso, una suerte casual, no un proyectil argumental que haya que lanzar sobre otros (que sí los lanzan).
Hay quienes consideran Andalucía un invento político de la transición y que hablan solo de España o de alguna de nuestras ocho provincias. Allá cada cual con su adhesiones.
Por mi parte hablo andaluz, escribo castellano, leo en inglés o en francés, estudié varias lenguas que no llegué a hablar demasiado bien. Me gustan el gazpacho y la paella, los quesos suizos (que no puedo comer por razones cálcicas) y el okonomiyaki (tortilla japonesa típica de Osaka). Lo mismo escucho blues que bulerías, a Satie que al ilustre Eduardo Retamero. Leo a Matsuo Basho y a Mesa Toré, a Azorín y a Nietzsche, a Safo y a Machado. Porque una cosa es haber nacido, habitar incluso, y otra es vivir, ser, sentir(se).
En este día en que la lluvia, evaporada a miles de kilómetros de aquí, desdibuja el paisaje y el paisanaje, les deseo a todos un feliz día de Andalucía, es decir, de la Humanidad.