Eslabones

En estos días se están evidenciando cosas que estaban más o menos ocultas bajo toneladas de superficialidad, virtualidad y prepotencia. Me refiero a todas esas partes de la sociedad a las que normalmente no se les da la importancia que tienen, mientras se encumbra a las cimas de la fama a unos cuantos futbolistas, influencers y tertulianos.

 

Pongamos el caso de los camioneros y camioneras. En un programa de entrevistas una de ellas denunciaba la sobrecarga de trabajo y la escasez de lugares para ducharse y comer caliente, una vez clausurados hoteles y restaurantes. Si no fuera por ellos/as, de dónde íbamos a sacar el añorado papel higiénico, otro eslabón de la cadena menospreciado antes y anhelado ahora.  

 

Precisamente en los supermercados encontramos otro eslabón indispensable para que podamos comer, ducharnos y lavarnos los dientes.  Cajeras, reponedoras, organizadoras de tiendas y demás están ahí, al pie del cañón de saliva, prestando un servicio valiosísimo.

 

Lo mismo podríamos decir de las fuerzas de seguridad, que están echando más horas que un reloj para que el imbécil de turno no salga a hacer running o dogging o lo que sea.

 

Los profesores también están llevando a cabo una labor callada pero efectiva.  Me consta que la inmensa mayoría se ha puesto las pilas y en tres días se ha formado en e-learning  más que en toda su vida.  Incluso están sonando voces entre las familias para que se levante el pie del acelerador de los deberes a distancia.

 

Por supuesto que la primera línea del frente, la sanidad, ha sido reconocida ya unánimemente como el gran eslabón de esta cadena.  Faltaría más. 

 

Precisamente en ese mundo de la salud hay otro ejemplo de eslabón olvidado: los investigadores.  Hace unos días alguien se preguntaba si el gobierno español hubiera dado dinero (y cuánto) para investigar la mutación de un virus de un murciélago asiático.  Esa gente que se tira años de su vida analizando una molécula, una enfermedad olvidada, un poema, un reinado, lo que sea, nunca ha tenido el reconocimiento social que se merece, a pesar de que, como se ha visto, el efecto mariposa ha demostrado contundentemente ser algo más que una teoría de salón.

 

Y para terminar están los virus, apenas una cadena química que no es materia inerte, pero que no es vida, un eslabón perdido, ínfimo e invisible al que tampoco se puede menospreciar, quod erat demonstrandum.

 

 

 

 

Ese invisible yo

Las personas se dividen en tres grandes grupos: la "gente", las "personas que conozco" y "yo" (es decir, cada cual).  Entre los dos primeros se establece cierta movilidad, regida por el azar y la pérdida progresiva de memoria.  Gente que no conozco se convierte en conocida y personas conocidas se van olvidando y acaban convirtiéndose en gente.

 

Entre el yo y los conocidos también hay intercambio.  Los pensamientos, tics, formas de hablar o comportarse pueden pasar de unos a otro.  Al yo le cuesta mucho reconocer que está siendo influenciado por los conocidos, pero suele ser más ágil detectando su huella en los demás.

 

Dicen los neuropsicólogos que existe una zona del cerebro, el área 10 o capa granular interna IV, situada en la corteza prefrontal lateral (no soy neurólogo, lo he copiado de un libro), que es dos veces más grande en los humanos que en los simios.  Puede que ahí viva la conciencia del "yo", porque se dedica a emitir lucecitas en las pantallas cuando la memoria, la planificación, el pensamiento abstracto y la adopción de comportamientos adecuados están funcionando.  Pero la cosa es más complicada y otras zonas de la sesera también están implicadas en estos procesos.  Como dijo Leibniz, "si agrandásemos el cerebro hasta que tuviese el tamaño de un molino, y así pudiésemos caminar por su interior, no encontraríamos la conciencia".

 

El yo es mutable a nivel psíquico, moral y político (sobre todo político después de unos resultados electorales no concluyentes) y además lo es a nivel físico.  Cada diez años más o menos las células que nos componen ya no son las que nos componían.  Nuestro cuerpo de ahora no es el que teníamos hace once años.

 

Resumiendo: si lo que pienso, siento y hago está influido por los demás; si no hay un lugar exacto en el que exista el yo, si mi cuerpo es nuevo cada década, ¿de dónde proviene es(t)e egocentrismo (selfismo) insano que nos encorseta y delimita y que pretende ser eterno a base de poemas, intervenciones quirúrgicas, sinfonías o cremas antiarrugas?  Buda, Ortega y Gasset y otros muchos ya lo intuyeron: apenas somos, o somos nosotros y nuestras circunstancias. 

 

 

 

 

Lengua Castellana y Anatomía

Un día de esta pasada (y pesada) semana me ocurrió algo sorprendente, interdisciplinar, insospechado, mágico, curioso... Bueno, califíquenlo ustedes cuando termine de contarlo.

 

Llegué a la clase de 1º de Bachillerato de ciencias, de la que soy profesor de Lengua Castellana y Literatura.  El alumnado estaba terminando un examen de matemáticas.  Unos escribían a toda prisa las últimas operaciones, otras repasaban signos y otros ya se habían levantado y se dirigieron a mí: "Profe, ayer estuvimos leyendo tus poemas en clase de Anatomía".  Se rieron al ver mi cara de asombro.  Me contaron que la profesora estaba explicando el cerebro y las supuestas dos mitades, la analítica y la creativa, y le pareció adecuado ponerme como ejemplo de alguna de las dos (o de las dos).  Se llevó mi primer libro serio (Múltiplos de uno) y algún que otro alumno o alumna leyó en voz alta un poema.  No sé si llegaron a comentarlos a fondo, porque para eso iba yo precisamente ese día, para darles los instrumentos retóricos, genéricos, estructurales, simbólicos y demás que se usan para tal fin.   

 

Cuando la clase empezó y las cosas se asentaron les pregunté si es que yo tenía que impartir, a cambio, clases de anatomía.  Más tarde le di las gracias a la compañera y le dije que yo ya había explicado un poco de anatomía cuando hablé del funcionamiento del aparato fonador  (dientes, alveolos, cuerdas vocales)...  ¿Acaso no se llama mi asignatura como una parte de la anatomía humana, esa que sirve para paladear, besar y pedir la comida o que te besen?

 

 

 

 

 

Ética y estética del jurel

El jurel del índico (caranx ignobilis) tiene una extraña y hermosa costumbre.  En determinado momento del año remonta un río caudaloso del este de África y, al llegar a un punto concreto más remansado, se ponen a dar vueltas y a danzar sin ningún motivo conocido.  No van a aparearse, ni a desovar y morir como los salmones.  Simplemente se pegan una paliza de no sé cuántos kilómetros para bailar en agua dulce y volverse luego a la mar salada. 

 

Es el encanto hipnótico de las cosas inútiles, pero hermosas.  Hay inutilidades insidiosas y molestas  (que le pregunten a nuestros alumnos), lo mismo que existen hermosas y eficientes actividades en las ciencias exactas e inexactas.

 

La poesía quizá sea la máxima expresión de hermosa inutilidad practicada por el ser humano.  La danza ya sabemos que cumple varias funciones: cohesión social, mantenimiento físico y captación de posibles parejas.  La poesía, sin embargo, (salvo algunos casos de poetas maquiavélicos) no sirve para nada.  Esta falta de finalidad no implica que no tenga una causa.  En la universidad de Bangor (Reino Unido), el profesor Guillaume Thierry (que no parece, por cierto, muy inglés) ha descubierto una especie de mecanismo innato de disfrute de la poesía, al margen de su significado.  Los oyentes detectaban cacofonías y eufonías, sílabas que sonaban bien o mal, de forma inconsciente, sin poder explicar la razón.  El estudio concluía que el sonido de la poesía está relacionado con partes de nuestro cerebro, ajenas a la lógica del lenguaje comunicativo normal.  En otras palabras, que hay cosas que disfrutamos sin saber muy bien por qué ni para qué, cual si fuéramos jureles del índico.  

 

Cabría preguntarse cuánto de nuestro comportamiento corre tras algo y cuánto corre desde algo.  Esta reflexión que acabo de hacer puede ser un buen ejemplo de lo segundo, porque, la verdad, no sé para qué sirve saber que los jureles del índico son unos estúpidos estetas.  Como decían los Rolling Stones: "I know it´s only rock ´n´ roll but I like it".

 

 

 

 

 

Memoria y memorización

Una de las muchas polémicas que circulan en redes y barras de cafeterías de la educación es la gran (o pequeña) importancia de la memoria.

 

A poca gente le puede caber la menor duda de que si no sabes algo no podrás saber más cosas, ni hacer cosas con esas cosas que conoces.  Si no sabes qué es un destornillador no podrás ni sabrás usarlo.  Y dejemos de lado (por el momento) la infoxicación reinante, la abrumadura invasión de noticias que sólo buscan aturdirnos y no dejarnos ver el bosque.

 

El problema creo que se ha salido de madre.  No es que no haya que saber cosas; lo que no puede ser es que se aprendan (se memoricen) cosas por saberlas, sin saber para qué, por qué hay que saberlas, qué importancia tienen, ni nada que se le parezca. Y además se "explican" de una forma, vamos a decir, "inadecuada", mecánica a veces, no adaptada al universo mental ni al lenguaje de los receptores, sin relacionar lo explicado con lo que se vive día a día.   Unos ejemplos.  Hay que saber que la constitución de 1812 fue muy importante para la historia de España, que el ADN transmite la información genética a nuevas generaciones y que las palabras llanas llevan tilde cuando no terminan en vocal, en ene o en ese.  Saber hay que saberlo, el problema es cómo hacer que quienes tienen que saberlo sepan que hay que saberlo y no crean que estamos vendiéndoles motos antiguas, ajenas, abstractas, inservibles...

 

El quid de la cuestión está en que si una profesora o maestro llega a clase y suelta eso sin más (o el alumnado lo lee en un libro o en una web), incurrirá en una inocencia docente, que consiste en creer que, dado que tú crees (y sabes) que algo es importante, la muchachada y la chiquillada ya va a captar inmediatamente la relevancia (no digamos ya la belleza) de, por poner otro caso, la regla de tres o los sonetos de Garcilaso (perdón por el ripio, no lo he querido evitar). 

 

De modo que al final llegamos a la triste situación que vivimos gran parte del tiempo en gran número de lugares: el/la rapaz/a engullirá  esos conceptos o procedimientos (o los camuflará en una chuleta o pinganillo) y, llegado el momento, los regurgitará sobre el papel, cual madre de pingüino.  Posteriormente engullirá otros nuevos cruciales conocimientos, que nuevamente regurgitará y así (nunca mejor dicho) ad nauseam.

 

Por eso hay docentes que proponen construir una memoria significativa, basada en experiencias, en la diversificación de medios, en la implicación emocional, en la cooperación... En algo parecido a la vida, en suma, cualquier sistema que valide aquel viejo adagio atribuido a Benjamin Franklin: "Si me lo dices, lo olvido; si me lo enseñas, recuerdo; si me involucras, aprendo".

 

 

 

 

La primera golondrina

Quizá por influencia de Bécquer, siempre he sentido un vínculo sutil y estacional con las golondrinas. Este se reforzó en el instituto, cuando leímos en inglés (plano) "The Happy Prince", un relato de Oscar Wilde que cuenta la peligrosa relación de una golondrina con la estatua de un príncipe.  Ahí debajo hay todo un mensaje subliminal sobre la situación socio-sexual del autor.

 

No soy ornitólogo, ni siquiera ornitófilo, pero hace poco, tras un reportaje de la BBC, fui plenamente consciente de algo que todos sabemos superficialmente: las golondrinas migran cada año desde Nigeria hasta mi balcón, donde sus nidos vuelven a colgar.  Cruzan el Sáhara y se paran a beber en un oasis donde el sol ha concentrado el agua hasta el punto de hacerla venenosa.  Por suerte, un ejército de moscas sí puede beberla y filtrar sus tóxicos.  Así que las golondrinas se las comen y ya de camino se hidratan.  Podemos decir, pues, que las golondrinas beben moscas.

 

Justo al lado de mi ventana hay tres nidos.  Todavía están vacíos, pero ayer, mientras miraba distraído el atardecer, vi pasar a una de ellas, una avanzadilla de sus hermanas, que vendrán a ayudarnos contra moscas y mosquitos estivales.  Son innmigrantes incomprendidas, cuyos nidos derriban pintores o albañiles y cuyas heces nos molestan al caer sobre nuestros geranios.  Pero, como todos los inmigrantes, vienen por algo y para algo.  Huyen del infierno de África y nos ayudan a dormir sin las ventanas cerradas ni repelentes electroquímicos.

 

Dice el adagio que una golondrina no hace verano, pero esta exploradora nos asegura que el ciclo continúa.  Poetas y cuentistas del futuro tendrán a su disposición este símbolo fugaz, una superviviente que nos ayuda a sobrevivir.

 

 

 

 

Parábola del paramecio

Me imagino a mí mismo ante un ventanal. Veo un bosque con un río rumoroso, o una ciudad, o un digno desierto sin fin, quizá, no importa para este cuento.  Miro hacia abajo y hay un microscopio.  Alguien ha preparado un cultivo.  Acerco mi ojo derecho y observo multiplicidad de formas en una incesante orgía entrópica, comiéndose o evitándose las unas a las otras.  El espectáculo me causa vértigo y tengo que apartar la vista.

 

Esto es más o menos lo que se ve de España desde lejos: un pequeño pedazo del mundo agitado, convulso, caótico y, en cierto sentido, divertido.  Pero aquí no acaba la parábola.  Miro hacia arriba y observo que alguien me está observando tras una gran lente de aumento, porque yo soy uno de esos paramecios que eventualmente soñó que había salido del cultivo y era un poeta bloguero en oriente, aséptico y cosmopolita.  El pobre.

 

 

 

La pista de los pronombres

Un reciente estudio realizado en la Universidad de Reading (Reino Unido) ha desvelado que los pronombres constituyen una pista excelente para revelar tendencias suicidas.  El uso abusivo de "yo/mí" (y el determinante derivado "mi") es la clave.  Claro que también aparecen adjetivos sospechosos, como "miserable", "triste" y "solitario",  y adverbios como "siempre", "nada" y "completamente", pero confían más en la eficacia predictiva de los pronombres. 

 

Mohammed Al-Mosaiwi y Tom Johnstone (autores del estudio) han rastreado con análisis computerizados de textos foros de internet dedicados al suicidio y han llegado a la conclusión de que en ellos se da un lenguaje "absolutista", una especie de ideolecto radical, propio de aquellos que han llegado a posiciones extremas, que no admiten matices ni interferencias de terceras y segundas personas del singular y, mucho menos, del plural (tú, ella, él, vosotras, ellos...).

 

Los pronombres son la esencia de la persona, el tuétano, podríamos decir.  Pedro Salinas lo supo y fruto de ello fue aquel magistral poema de amor en La voz a ti debida, que hace unos días les leí a mis alumnas.

 

 

    Para vivir no quiero

    islas, palacios, torres.

    ¡Qué alegría más alta:

    vivir en los pronombres!

 

    Quítate ya los trajes,

    las señas, los retratos;

    yo no te quiero así,

    disfrazada de otra,

    hija siempre de algo.

    Te quiero pura, libre,

    irreductible: tú.

    Sé que cuando te llame

    entre todas las gentes

    del mundo,

    sólo tú serás tú.

    Y cuando me preguntes

    quién es el que te llama,

    el que te quiere suya,

    enterraré los nombres,

    los rótulos, la historia.

    Iré rompiendo todo

    lo que encima me echaron

    desde antes de nacer.

    Y vuelto ya al anónimo

    eterno del desnudo,

    de la piedra, del mundo,

 

    te diré:

    "Yo te quiero, soy yo".

 

 

 

 

Cuerpo, mente y maquinistas japoneses

 

Nunca me había parado a pensar en los gestos que hacen los maquinistas de los trenes en Japón.  Al salir de las estaciones, al llegar a ellas o en determinados puntos del recorrido señalan hacia adelante o hacia algún lado con el brazo y la mano apuntando con el índice.  Otras veces señalan el listado de estaciones que figura en un papel que está en la cabina.  Me gusta ponerme cerca de la cabina en los pequeños trenes locales y contemplar esta coreografía minimalista, que va acompañada de frases en voz alta que no oía por el cristal aislante.  Supuse que era una tradición más de un país plagado de ellas, pero es algo más.

 

Este ritual, que se llama shisa kanko se remonta a principios del siglo XX, cuando un conductor de trenes de vapor, llamado Yasoichi Hori, había empezado a perder la vista.  Temeroso de saltarse alguna señal, le preguntaba a su compañero, que la confirmaba.  Alguien que fue testigo de la escena pensó que esas confirmaciones podrían ser un buen sistema de seguridad para todos los maquinistas.  Y así nació el código que empezó a utilizarse poco después.

 

En teoría escuchar la propia voz y gesticular estimula la atención del cerebro.  En 1994 se llevó a cabo una investigación que lo demostró.  Los sujetos que verbalizaban y "gestualizaban" los pensamientos redujeron un 85% la tasa de error.

 

Es algo que siempre he pensado de manera más o menos difusa.  Hablar es algo más que comunicar a un oyente una cierta información.  Es también comunicarse (en el sentido reflexivo del "se"), autocomunicar.  Y la expresión física de un pensamiento supongo que pondrá en funcionamiento más zonas del cerebro, distintas de las famosas de Broca y Wernicke.   Los mediterráneos sabemos esto muy bien, por eso quizá a san Agustín de Hipona le resultó tan raro ver a san Ambrosio leyendo en voz baja.

 

Recuerdo que siendo estudiante de instituto, nuestro profesor de Filosofía, José Rodríguez Galán, nos sacó al patio para enseñarnos la teoría heliocéntrica de Copérnico.  Tres alumnos hicimos las veces del Sol, la Luna y la Tierra.  De esta manera comprendimos mucho mejor que con un esquema o una disertación meramente verbal.

 

Cuerpo y pensamiento, esos divorciados artificiales, una dicotomía que no entienden muchas culturas y religiones, porque ¿acaso no es el cerebro una parte más del cuerpo?

 

 

 

 

Nunca se sabe

Veía anoche una serie en al que varios sabios de múltiples disciplinas se reunían en torno a una mesa para asesorar al FBI.  En un momento dado un científico sacó a colación la famosa inutilidad de las llamadas Humanidades.  La venganza/ironía del asunto es que el caso se resuelve gracias la dialectología, la hermenéutica, la ortografía y el comentario de los textos que el asesino en serie enviaba a los medios y al propio FBI.  

 

Ya ven: nunca se sabe quién ayudará más a sus semejantes, si el filántropo o el torpe oficinista, si las buenas intenciones o el mero azar.  Ahí están la penicilina y el postit para certificarlo, frutos de la dejadez de Fleming, que no limpió bien sus cacharros, y de la ineptitud de Silver, que no daba con un pegamento que pegara de verdad.  Y lo mismo pasó con el velcro, el teflón o el microondas. 

 

Nunca se sabe.  A la ecuación de Cernuda, la realidad y el deseo, le falta un término intermedio: el azar.  De la realidad ya hablaremos cuando termine el año que viene.  Del azar no diré nada porque es intrínsecamente ignoto, pero del tercero les diré que les deseo a todos las lectoras y lectores de este blog (y a quienes no lo son también), que 2018 venga repleto de salud, de paz espiritual y física, del suficiente dinero para sobrevivir y de amor, que, como dijeron los de Liverpool, es en el fondo lo único que necesitamos.