Cuando estábamos a punto de sufrir ya el síndrome de abstinencia, por fin llega otra ley de educación. ¿Qué haríamos docentes, familias, alumnado y "tertulianado" sin una nueva ocasión para enfrentarnos, hablar sin saber demasiado y recordar aquella distorsionada época dorada llamada "en mis tiempos"?
Como las anteriores, esta ley viene cargada de buenas intenciones. Como las anteriores, viene vacía de dinero (por el momento). Y como dice un refrán que me acabo de inventar, sin guita nada se excita, nada se mueve. Mientras no multipliquen por veinte el gasto que se han visto obligados a hacer en la situación actual, no habrá solución. A nuestro centro (donde hay más de cien profesores/as) han llegado cuatro, cuando debieran haber llegado al menos ochenta para poder abordar de una vez por todas la tan deseada mejora real del sistema educativo. Pero, bueno, tampoco vamos a pedirle plazas al olmo. Eso supondría una inversión tan grande que ningún político estará nunca dispuesto a acometerla.
De esta reforma no me interesa el tema de la lengua vehicular, ni el de las tumultuosas relaciones del estado con la Iglesia y la enseñanza concertada. Verán, no es que no me interese, es que es un tema tan rancio e irresoluble como el de la bajada de la ratio.
Lo que quiero comentar esta vez es lo de los contenidos. A ver si me explico de la manera más clara posible: el currículum es inabarcable. Demasiadas materias y demasiado contenido en cada materia. No hay más que ver la radiografías de las columnas vertebrales de las chicas y chicos de doce años para darme la razón. Esas mochilas no las levanta fácilmente ni el más corpulento profesor/a de Educación Física. No ignoro que hay personas que opinan lo contrario, que los jóvenes no dan un palo al agua y que hay que fomentar la cultura del esfuerzo y demás. Cuando me encuentro con ellos/as, los intento convencer con información atesorada durante los treinta años que llevo en el negocio de la tiza y el boli rojo. Pedir más esfuerzo a los más débiles me parece una pedagogía espartana que quizás algunos/as no practican con ellos mismos/as.
Vaya por delante que me encanta la diversidad de saberes, pero hay un trecho entre que a mí me encante y la considere enriquecedora y que se la metamos en esas cabecitas por decreto y con métodos muchas veces arcaicos y contraproducentes.
Podría poner montones de ejemplos de saberes superfluos de cada materia . Unos están en las leyes y hay que impartirlos con sabia contención, pero otros solo están en las cajas registradoras de las editoriales y las inercias de una parte del profesorado. En cuanto un docente conoce los contenidos del docente de la puerta de al lado, los detecta. Como dijo un compañero hace unos días en una reunión, si a las editoriales se le permite que un libro valga 30 euros, lo rellenarán con información no pertinente (enciclopédica que dijo la ministra) hasta que los valga. Ellos a cobrar, el profesorado a recortar y el alumnado a soportar. Todavía no conozco la ley como para saber si lo que se propone en este sentido es lo que yo quiero que se proponga, pero sonar ya me suena bien.
Para ir concluyendo, que ustedes tendrán otras cosas no superficiales que hacer: es mejor saber pocas cosas bien que muchas mal. Un ejemplo: para saber en qué consiste el arte literario no es necesario conocer la biografía y clasificación de las obras de veinte o treinta escritores/as. Basta con leer a fondo un poema de Lorca, degustando y descubriendo la inmensa belleza y sabiduría que contiene. Tenemos que encender llamas, no ahogar en ríos de datos, fórmulas y conceptos.
Dicen que escribió Plinio el Joven: "Non multa sed multum": No muchas cosas, sino pocas (y bien explicadas). Quien mucho abarca, mucho aprieta. Aunque quizá su Viejo pensaba lo contrario.