Tal día como hoy en 1995 la tierra tembló en Japón con más intensidad de la normal. Se le llamó el Gran Terremoto de Hanshin. La ciudad de Kobe, cosmopolita y portuaria (en cierto sentido parecida a Málaga por la cercanía de las montañas a la costa) quedó devastada y murieron más de 5000 personas. Hace unos años la visité por primera vez con unos amigos japoneses, que fueron testigos de aquel desastre. Era de noche, se despertaron, salieron al exterior y la calle, tal como la conocían, casi había desaparecido. Murakami (que vivió mucho tiempo en Nishinomiya, un pueblo cerca de Kobe) escribió más tarde una colección de seis magníficos relatos titulada Después del terremoto, cuya lectura recomiendo a todos/as ustedes.
Y mientras tanto, por aquí se suceden también los movimientos telúricos, desagradables todos ellos. Hay un cálculo renal que me tiene en estado de reclusión y hay un seísmo político muy relacionado con la tierra, esa cosa que está bajo nuestros pies y que algunos piensan que es suya por la única razón de haber nacido en ella, como si semejante acto tuviera algún mérito. Más lo tienen los que arriesgan su vida en mares procelosos para llegar a estas montañas, llanos, mesetas y valles que llamamos nuestros.
Es como si la tierra misma se hubiera enfadado con nosotros por patearla, ignorarla o usarla como estandarte y hubiera decidido llevarse a sus entrañas a un niño inocente provocándonos una angustia constante.
Les dejo un viejo poema de Múltiplos de uno, que quizá viene al caso.
OCIO TELÚRICO
La madre que nos parió
esconde a veces secretos
entre sus cantos rodados,
o en el curso de las ráfagas
de arena de los desiertos,
o en los colores cambiantes
de las rocas que se oxidan.
Si escribimos, por ejemplo,
nuestro nombre sobre el suelo
calizo de una meseta
y a los tres días volvemos
y está completo o legible,
es buen augurio.
Si, en cambio,
las letras han permutado
sus puestos, esto es indicio
de que la tierra no está
contenta con nuestros pasos
sobre su faz
y nos requiere en sus minas,
en sus cavernas profundas,
para que le devolvamos
el préstamo de la cal
de nuestros huesos y el polvo
en que nos convertiremos.