Quizá hayan oído hablar de ella o la hayan visto incluso en su serie de Netflix. La frágil y educada Marie Kondo está siendo sometida a ataques desproporcionados por parte de un sector del público, sobre todo en las redes sociales.
Esta japonesa debutó hace unos años con un libro en el que presentaba su sistema para ordenar una casa. Nada del otro mundo. No es una filósofa, ni (como la llaman) una gurú, ni mucho menos una ideóloga. Sólo dice cómo hay que tirar las cosas que nos sobran y cómo hay que guardar las que nos quedamos. Así de simple. Pues bien, ya he leído que esta actitud delata una especie de criptofascismo que explica la alianza de Japón con los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Una periodista española, por ejemplo, se veía impulsada a citar a Baudelaire para contrarrestar las ideas "kondianas". De pronto hemos visto una reivindicación del caos, que no se veía desde los mejores tiempos del anarquismo decimonónico.
No digo yo que el TOC (trastornos obsesivos compulsivos) del orden y la limpieza excesivos sean recomendables. Tampoco creo que el caos que precede a los momentos creativos de ciertos artistas sea algo intrínsecamente malo. El asunto aquí radica en que el éxito de Marie Kondo no se lo ha dado gente que se lava las manos cada cinco minutos o que pone las macetas en orden alfabético. El meollo de todo esto es la conjunción de consumismo, falta de tiempo y casas menguantes. Los cajones no cierran, las barras de los armarios se comban por el peso de tantas camisas y chaquetones, los salones se convierten en centros de almacenamiento semiprovisionales, los paragüeros esconden bastones de montañismo, las alacenas guardan platos para montar una cena en el palacio de Buckingham... Y las sillas, las pobres sillas, apenas resisten el peso de la ropa de ayer, de anteayer y de hace dos o tres semanas. Es así. No lo neguemos: las cosas nos van a acabar echando de las casas.
La danza dialéctica del caos y el cosmos es tan antigua como la humanidad. Los antiguos griegos la personificaron con dos dioses: Apolo y Dionisos. El primero auspiciaba el orden y la claridad; el segundo, lo orgiástico y descontrolado. En Delfos se adoraba alternativamente a uno y a otro en distintas épocas del año. Así se mantenía el equilibrio universal. Demasiado caos equivale a la muerte; demasiado orden, también.
De un tiempo a esta parte a los poetas se nos ha colocado en el lado oscuro de la balanza, con la absenta, Baudelaire, el rapto inspirador y demás, pero se olvida que el poeta tiene que medir sílabas, calcular posiciones de los acentos, escoger palabras de forma consciente y colocarlas al final de los versos para que rimen. Un soneto es como una cajonera en la que no puede sobrar ni faltar ni un calcetín.
Así que, caófilos de toda índole, no la toméis con Marie Kondo, que en algún sitio habrá que meter ese muñeco diabólico que suena cuando lo pisas y que siempre está en medio del pasillo. Siempre.