Cuando llegué a Japón a mediados de julio pude ver desde el monorraíl elevado los tejados azules del norte de Osaka. No se trata de una cerámica especial, ni de un rasgo de arquitectura popular, sino de unos toldos de plástico que se colocan sobre las casas que han perdido parte de sus tejas tras un terremoto. Razones económicas aparte, entiendo que no se dieron prisa en cambiar las tejas porque se esperaban nuevas réplicas. El paisaje resultaba especialmente inquietante en la localidad de Takatsuki, a medio camino entre Osaka y Kioto.
Este verano ha sido (y está siendo) muy intenso en desgracias para aquel país al que tantas cosas y personas me unen. Tras el terremoto de junio ha seguido una ola de calor como las que no se recuerdan en muchos años. La hemos vivido a pie y en bicicleta, por la mañana y la noche, y he sufrido algún que otro desvanecimiento que por poco me lleva al suelo. Luego llegaron los tifones (consecuencias de la excesiva evaporación que acarrean las altas temperaturas) de los que solo viví uno de los más débiles. Otro me cogió en la fresca y acogedora isla de Hokaido. El último llegó a Minoh justo dos días después de mi partida. La pista del aeropuerto del que salí quedó totalmente inundada por el oleaje. Para culminar la cadena de desastres naturales, a los pocos días otro fuerte seísmo sacudió precisamente Hokaido.
Como ya conté cuando el terremoto y tsunami de marzo de 2011, el comportamiento ciudadano ha sido ejemplar, sereno, cívico, responsable... Y en lo tocante a la parte de mi familia allí residente (que es el 50%), ha demostrado una entereza y valentía de la que me siento verdaderamente orgulloso.
Pero, claro, no resulta muy "japonés", ponerse aquí a lamentarse y clamar a los cielos por tantas desgracias, de modo que, al igual que hacen ellos, me repongo, rectifico el tono y les digo que, a pesar de esos pesares, merece la "pena" ir a Japón. Son demasiadas las razones para enumerarlas aquí. Quienes siguen este blog las conocen. Hokaido, por ejemplo, es una joya para los amantes de la gastronomía, la tranquilidad y la naturaleza. En el mar de Ojotsk hemos visto delfines, ballenas, osas cazando salmones junto a sus crías, cataratas de aguas termales cayendo desde los acantilados volcánicos de la península de Shiretoko, zorros cruzando pasos de cebra en Utoro, un museo de los pueblos del norte, esas gentes que viven en el extremo de la habitabilidad y que comparten, a pesar de las fronteras modernas, costumbres, mitos, artesanía y alimentos.
En un post anterior dije que no iba a hablar más de Japón y al final me he autoconvertido en agente turístico. Ya no prometo nada más. Lo prometo.