Me imagino a mí mismo ante un ventanal. Veo un bosque con un río rumoroso, o una ciudad, o un digno desierto sin fin, quizá, no importa para este cuento. Miro hacia abajo y hay un microscopio. Alguien ha preparado un cultivo. Acerco mi ojo derecho y observo multiplicidad de formas en una incesante orgía entrópica, comiéndose o evitándose las unas a las otras. El espectáculo me causa vértigo y tengo que apartar la vista.
Esto es más o menos lo que se ve de España desde lejos: un pequeño pedazo del mundo agitado, convulso, caótico y, en cierto sentido, divertido. Pero aquí no acaba la parábola. Miro hacia arriba y observo que alguien me está observando tras una gran lente de aumento, porque yo soy uno de esos paramecios que eventualmente soñó que había salido del cultivo y era un poeta bloguero en oriente, aséptico y cosmopolita. El pobre.