Esta mañana de Todos los Santos mi tía Inés nos ha contado una historia de mi abuela que desconocía.
Allá por los años cincuenta del siglo XX no existían vehículos que trasladaran a los detenidos de un sitio a otro, de modo que se veían por las calles las llamadas "cuerdas de presos", como la que dio en toparse don Quijote en Sierra Morena. Los niños iban alrededor riendo, saltando, insultando (supongo), mientras los reclusos (temporalmente en la calle) caminaban cabizbajos bajo la atenta mirada de sus guardianes.
Mi abuela le advertía a mi tía que cuando pasaran por el barrio no se uniera a la chiquillería.
--Pero si son presos... --protestaba la niña.
--Sí, pero a nuestro señor Jesucristo también lo llevaron preso sin haber hecho nada. Y además, tú no sabes si son culpables o inocentes.
Así, con esa mezcla de cristianismo primitivo y humanismo liberal argumentaba mi abuela, que también se llamaba Inés. Era digno de elogio mantener esa actitud en medio del revanchismo y la gregarización que cundió tras la Guerra Civil.
Viví muchos momentos con ella al final de su vida, cuando el niño era yo. La recuerdo como una persona buena, con el pelo blanco y la ropa negra, resignada ante su vejez y con un sutil sentido del humor. Siempre he creído que de esa línea genética procede gran parte de mi forma de escribir.
En este día de muertos y de presos en ciernes, no me va a quedar mal meter en cualquier tertulia lo de "ya lo decía mi abuela". Seguro que las de todos ustedes decían cosas parecidas.