En un programa de radio de ámbito nacional (español) acabo de oír algo que me ha hecho pensar. Han invitado a dos economistas para que opinen sobre los posibles efectos económicos de una supuesta independencia de Cataluña. Los expertos han coincidido en sus respuestas con mesura y educación, pero, pasado un ratito, uno de ellos ha discrepado. El presentador, que estaba casi ausente tras la lista de cuestiones que le habían preparado los guionistas, ha saltado alborozado y triunfalista: "¡Por fin! Hemos tardado siete minutos, pero lo hemos conseguido. ¡Ya hay debate!" (cito de memoria). O sea, le importaba una escalivada que los sabios hablaran, explicaran, reflexionaran... Lo que quería era ¡que se pelearan!
Fue Heráclito el Oscuro quien dejó escrito/dicho aquello de que "la guerra es el padre de todas las cosas" o "la guerra es el origen de todo". Parece que no han cambiado mucho las cosas desde aquella presocrática época, con el cristianismo y sus mejillas por medio. Puede que sea un gen, puede que sea un meme. La cosa es que empezamos matando a nuestro hermano y de ahí en adelante... No sé si la cultura y la civilización debieran consistir en ir minimizando o erradicando esta fea costumbre de levantar la quijada de un burro contra el semejante más próximo, sea persona, pueblo, barrio, país o equipo de fútbol. O quizá haya que asumir el conflicto como germen, como ruptura con lo aceptado, con lo estático, con lo enquistado, con el tedio y el conservadurismo. Este tema da mucho de sí y no está agosto para devanarse demasiado los sesos.
Recuerdo en la infancia cómo se enardecían los ánimos cuando alguien en la calle gritaba: "¡Pelea, pelea!". Era como el canto de las sirenas al que todos acudíamos movidos por el pacífico tedio, nuestro semejante, nuestro hermano.