Ko Un es, hoy por hoy, el poeta más importante de Corea (del Sur, se sobreentiende). Ha sufrido la guerra de Corea y varias dictaduras de las que pocos hablan (la dictadura por antonomasia es la otra, la loca del norte). Fue monje budista, fundó una escuela benéfica en los sesenta, se intentó suicidar varias veces, se opuso activamente en los ochenta al golpe de estado de Chun Doo-hwan y acabó el cárcel. La última parte de su vida está siendo más tranquila. Es profesor de la Universidad Nacional de Seúl y viaja por el mundo, donde ha sido alabado por Ginsberg, Antonio Colinas y otros.
Su poesía evoluciona desde el existencialismo hasta el compromiso. A esta parte pertenece el libro que brevemente les presento, Diez mil vidas, única traducción (que yo sepa) de su obra en español. En la línea de un Pablo Neruda un Walt Whitman o un Balzac, Ko Un pretende contar el mundo de las personas, recoger literalmente la vida de diez mil seres humanos que ha conocido a lo largo de la suya.
Su estilo es relajado, casi prosaico, con un toque de humor y amargura muy interesante. En resumen, me ha gustado y ya me he hecho con otra colección suya en italiano, L´Isola che canta, que también me está gustando.
Les dejo unos cuantos ejemplos.
Una suegra de Seúl
Aquella venerable suegra de Seúl,
según se dice,
su nuera la saca bajo el sol en primavera,
su hija, en cambio, la saca bajo el sol de otoño.
Con este pícaro capricho alcanzó una larga vida:
llegó a los noventa y dos años.
Una tumba infantil en Kalmoi
No llegaba al año
y no tenía nombre.
Vino a este mundo,
respiró unas pocas veces, y luego se fue
sin inscribirse en el registro familiar.
Su madre no derramó lágrimas
ni hubo lamentos.
Eran tiempos de hambruna,
un perro husmeaba cerca de la tumba;
escarbó la tierra,
se comió lo que estaba enterrado y enloqueció.
Aquel perro loco mordió a dos personas.
Ese niño,
ese niño que no tenía ni siquiera un nombre,
vino a este mundo
y todo lo que hizo fue
enloquecer a un perro.
Alguien de Mijei sacrificó al perro loco.
Abuelo materno
Choi Hong.kwan, nuestro abuelo materno,
era tan algo que su sombrero alto llegaba hasta el alero,
rozando allí el nido de los gorriones.
Siempre estaba sonriente.
Si la abuela daba de comer a alguien,
era el primero en alegrarse.
Si la abuela le hablaba con severidad,
se reía y hacía como si no la oyese.
Una vez, siendo yo pequeño, me dijo:
"Mira, si barres bien el patio,
el patio se echará a reír.
Si el patio se ríe,
el vallado también se reirá.
Hasta las maravillas que han florecido en el patio,
se morirán de risa".
La pareja de mendigos
Rondan por cinco aldeas:
Okjong-gol, Yongdun-ri, Chaetjong-ji.
Chigok-ri, y por las afueras de Somun:
perdón, seis, son seis
si se incluye Tambuk-ri, en el municipio de Oksan.
Eran tiempos en que no quedaba comida:
"Si les ha sobrado arroz, ¿podrían darnos una cucharada?"
Su humildad era tan notable
que se les compara a la generosa mujer de Somun-ri, en Jungnttum,
al susurrar apenas "podría darme...".
Durante aquellos días desolados,
en la dura primavera de la penuria,
cuando ni siquiera tienen una fría ración de arroz con restos de cebada:
"Bebamos agua en su lugar".
Y se dirigen al pozo de Sonjong-ji
para recoger una vasija de agua;
entonces la pareja de mendigos,
el marido y la mujer, beben con deleite
y toman el camino de regreso.
En el crepúsculo, cuando bajan grandes bandadas de cornejas;
en el crepúsculo, cuando la luz del día se desvanece;
cuando el marido y la mujer atraviesan los montes de Ongjong-kol;
en el crepúsculo, cuando el humo del fuego de la estufa
solamente brota de unas cuantas casas.
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