Hace casi un año ya me llamó Antonio Moreno, que fue profesor mío allá por los primeros años ochenta del siglo XX. El hecho de que me llamara no supuso ninguna novedad en sí. No hemos perdido el contacto ni la amistad en todos estos años. Ha habido comidas, actos, microayudas, incluso tráfico legal de sombreros desde Kioto a su cabeza. En esta ocasión me pedía que leyera un relato que había escrito. Así lo hice y me quedé impresionado. No diré que fue una gran sorpresa, porque ya había leído otros textos suyos excelentes en el contexto, sobre todo, de aquel mítico taller de poesía Tediria, en el que tantos aprendimos tantas cosas bajo la mirada atenta (y benévola con nuestra impericia literaria) de Dámaso Chicharro. Al poco tiempo me envió más relatos, que por su temática y su lenguaje formaban ya un libro en sí mismo. Los leí con igual o mayor interés, los comenté y como premio a tan placentera dedicación Antonio me pidió que escribiera el prólogo. Ese libro (que ya va por la segunda edición) se titula Un cuarto de suerte y salió a la venta este verano. Hace dos semanas lo presentamos en Casabermeja y ayer mismo lo hicimos en el Centro Andaluz de las Letras de Málaga, en compañía de Rafa Caumel y Antonio Guzmán Valdivia. Yo hablé poco, como correspondía al porcentaje de páginas que escribí.
Un cuarto de suerte es una inmersión del autor en su pasado más lejano, el de la infancia/primera adolescencia, allá en su pueblo de las estribaciones de Sierra Nevada. Años de hambres, penurias y opresión político-moral. No obstante, Antonio ha sido inteligente y ha querido (y sabido) superar la trampa de la nostalgia y la rabia denunciadora, construyendo un fresco de personajes, usos, costumbres, fiestas y trabajos que van más allá del mero testimonio costumbrista o de la simple crítica socio-política.
El libro tiene, entre otros, dos grandes logros. Por un lado, pone de manifiesto de manera poética y humana el poder de la naturaleza, su influencia sobre los trabajos y los días del ser humano. De ahí que los relatos se estructuren según las estaciones del año. Y por otro lado, está el lenguaje. Una prosa ágil en los diálogos, rica en el vocabulario, pausada y solemne en las descripciones, chispeante cuando quiere, para dejar claro que la vida, cualquier vida, (aquellas también que sucedieron en aquellas circunstancias) nunca es algo simple, sino una realidad poliédrica y, valga el perogrullo, viva, es decir, que busca sobrevivir, a pesar de los pesares.
El lector actual, el de los 140 caracteres, el de la virtualidad extrema, el que sufre si pierde la conexión, el que soporta la ignominia, el paro o los múltiples terrorismos, hará bien sumergiéndose en estas páginas repletas de tristeza, alegría, violencia, honradez, injusticia y verdad. Así podrá comprobar que ni todo tiempo pasado fue mejor, ni todo lo contrario.
Y he aquí toda la suerte de la que hablo: la de haber estado ayer en la presentación de Un cuarto de suerte, la de haber escrito el prólogo, la de haber conocido a Antonio, la de estar vivos, la de saber que otros también lo estuvieron luchando, sufriendo y riendo como nosotros.
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