Siguiendo con la línea de textos breves (para contrarrestar el tres dedos de Murakami) ahora le toca el turno a un clásico escuetísimo, como el Lazarillo, pero publicado en 1890. La bailarina de Ogai Mori es una pequeña e intensa historia de amor intercultural, que hoy día nos puede dejar más o menos indiferentes. Lo que pasa es que su momento fue una conmoción en el Japón de la era Meiji: un estudiante japonés del que se enamora (y que se enamora de) una hermosa rubia berlinesa. Además, dice el prologuista y cotraductor, Fernando Cortés, que el atrevimiento también es formal: uso de la primera persona para expresar sentimientos, coloquialidad en la literatura y otros matices lingüísticos que se pierden en la traducción. Son solo cincuenta páginas que se leen como si nada y que, a pesar de su brevedad, nos conmocionan como si fuéramos un japonés de finales del siglo XIX.
Ogai Mori fue uno de los intelectuales, junto con Natsume Soseki, que lideraron la literatura de la época y que estuvieron viviendo un tiempo en Europa (Soseki en Inglaterra y Mori en Alemania). De modo que hay algo de autobiográfico en la historia que cuenta, lo que añade valor morboso al asunto.
Fue un gran innovador que tocó muchos temas literarios y culturales, se dedicó a la política, a la medicina, estuvo en la guerra ruso-japonesa (1904-1905) y sufrió la censura militarista por su obra más conocida, Vita sexualis.
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