Mi relación con el fútbol es antigua y tortuosa. Como casi todos los niños de mi edad, jugué al fútbol. Era un delantero oportunista que marcaba goles inverosímiles, pero que, dada mi escuálida figura, evitaba el contacto y el esfuerzo. Además me crié cerca de la Rosaleda, estadio (antes campo) del Málaga, que está a la sombra literalmente del Monte Coronado. Desde nuestra calle desarrollamos un arte adivinatoria auditiva y sabíamos (o creíamos saber) lo que pasaba en el partido según la longitud e intensidad de los alaridos que llegaban desde el campo:
--Ha sido córner.
--No, es penalty.
--Uyyy.
--Goool.
Lo que nunca oíamos eran los goles de los visitantes. Aunque también llegamos a entender el significado de aquellos silencios, que anunciaban un 0-3.
Algunas veces fui a ver algún que otro partido. Recuerdo especialmente uno contra el Bilbao, en el que al portero del Málaga, que irónicamente se llamaba Deusto, se le escurrió el balón entre las manos debido al barrizal en el que se tiró. Perdimos 0-1. También vi a Dios, perdón, che, a Maradona con un Barcelona que nos goleó inmisericordemente.
Luego el fútbol fue convirtiéndose paulatinamente en un engorro: atascos, falta de aparcamiento, esporádicas cargas policiales dominicales... Hasta que todo acabó en un negocio de masas, tapadera descarada de una cloaca inmobiliaria.
Pero el Málaga creció y se convirtió en un califato dependiente. Y la selección española, sufridora de golpes, impotencia y botellazos, llegó hasta lo más alto hace ahora cuatro años justos. Este triunfo sí supe apreciarlo, porque era el de un grupo de gente abnegada, comedida y trabajadora.
A pesar de estos éxitos, merecidos o comprados, según los casos, mi distanciamiento del fútbol creció hasta convertirse en indiferencia intermitente con rachas de desprecio intelectual, elitista y neomarxista.
Pronto se nos echará encima el próximo mundial y no quiero dejar de comentar la oposición que está generando en el propio país que lo organiza. Los gastos que debe hacer el estado en estadios e infraestructuras no se han hecho para erradicar la pobreza que está instalada en favelas y ciudades, sobre todo del norte del país (1).
Resulta obsceno que lo gobiernos se desvivan por este tipo de inversiones, cuya rentabilidad se discute a corto y largo plazo, y tarden tanto en poner en marcha medidas masivas y efectivas contra la analfabetización, el desempleo, la precariedad de las viviendas o la falta de recursos hospitalarios.
Por ahí he leído: "Un profesor vale más que Neymar". A lo que añado: "Y cuesta muchísimo menos".
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1.- A ver si un día tengo tiempo y les cuento un viaje relámpago que hice a Rio y Sao Paulo para dar un recital poético y prosaico.
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