Este domingo lluvioso es propicio a las resurrecciones. Y no me refiero a la de aquel profeta de Galilea, del que tanto se ha hablado estos últimos días, sino a la mía propia. Me restablezco de tres conmociones de diverso grado y naturaleza:
1.- De la propia Semana Santa dicha, que nos zarandeó a base de trompetazos, cañadú, mareas humanas y humaredas olorosas de incienso y sudores costaleros. A los que se les haya hecho larga, en verdad les digo que algunos piensan que en realidad debería durar seis meses. Cosas de teólogos ociosos. Hicimos de cicerone y volvimos a ver, tras años de exilio cofrade, al Cautivo de Málaga en toda su salsa, en calle Mármoles, con unos diez metros de público a cada lado y con su interminable secuencia de promesas. Volví a constatar lo que otras veces he dicho (pero me parece que no he escrito). La Semana Santa tiene más que ver con la tradición, con la memoria personal y ciudadana, con el espectáculo y con el arte, que con la fe y la religiosidad propiamente dichas. La Iglesia lo sabe y de vez en cuando da algunas reprimendas antisemanasanteras e iconoclastas, que le sientan fatal al personal.
Al final siempre acabo preguntándome lo mismo: ¿por qué esas mareas humanas no abarrotan religiosamente las misas dominicales?
2.- Del conciertal del día 11, que acabó casi a toque de tambor y de saetas. A ver si van llegado algunos vídeos que hay por ahí latentes y los hacemos patentes por aquí.
3.- De la muerte de García Márquez. He dejado pasar unos días para contar algunas cosas al respecto. Ya dije, nada más conocerse la noticia, que este escritor es uno de los culpables de que sea profesor de literatura. Leí Cien años de soledad con quince o dieciséis años y quedé totalmente fascinado. Luego la he vuelo a leer un par de veces más (creo) y a eso aludo en un verso del poema "A propósito de este preciso instante", con el que empieza A propósito. En la facultad oí una historia no sé si apócrifa o cierta respecto a este libro y que no he encontrado en ningún lugar escrita. El profesor José Mercado (o el profesor Romero Esteo) contaba que García Márquez había venido a Málaga en los sesenta y que traía bajo el brazo un dibujo con el árbol genealógico de los Buendía y que se lo enseñó al profesor Mercado en algún lugar que, no sé si ya es pura deformación literaria, era la Casa del Guardia, taberna/bodega hipermalagueña de rancio abolengo. La verdad es que no me cuadran las fechas, porque la novela se escribió en México D.F. Probablemente todo sea una reinvención trastocada temporalmente relacionada con otra visita del escrito colombiano.
Las anécdotas académicas y vitales que he vivido con García Márquez y su obra son muchas y no creo que sean demasiado interesantes. Pero una de ellas pone de manifiesto algo que el mismo escritor declaró en varias ocasiones, que su fuente principal de inspiración era la cultura popular. Muchos años después de leer Cien años de soledad, mi madre me contó una historia del pueblo de sus padres. Es un episodio que se parece mucho, pero muchísimo a otro de la novela, que no les puedo citar filológica y exactamente ahora mismo. Una muchacha se iba a morir de no sé qué larga enfermedad y la gente del lugar acudía a traerle cartas y recados verbales a la moribunda para que se los hiciera llegar a sus respectivos familiares muertos:
--Dile a mi Frasquito que la yegua ya parió y que el Federico volvió de servir.
--Pregúntale a mi Amalia dónde están las llaves del arcón, que llevamos siete meses buscándolas.
La madre de la enferma, cuando se iban las visitas, le decía:
--Hija, tú no vayas a estar todo el rato gloria arriba, gloria abajo. Tú quedas quitetecita y te sientas a la vera de Dios Padre.
Se me quedan muchas ideas sobre García Márquez en el tintero (la tendenciosidad de la portada del ABC: "Odio Cien años de soledad", el eco mundial de la muerte casi anunciada...), pero lo dejo, que esto empieza a parecerse ya a un capítulo de El otoño del patriarca.
Descanse en paz el mago de la palabra, el fantaseador más hipnótico, el maestro.
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