La afonía que padezco desde hace unos días justifica plenamente el principio de la traducción al inglés de aquella vieja canción alemana: "Silent night...".
Una vez hechos añicos los décimos de la lotería y algunas muelas, gracias al turrón "del duro", me viene a la memoria el viaje que hicimos en 2006 a la ciudad de Belén, barrio, como quien dice, del mismo Jerusalén. Acababa de acabar una de las cientos de guerras que suceden por aquellos santos lugares. Israel había invadido el sur del Líbano y los misiles volaron hacia Galilea y hacia la mismísima ciudad santa. Dos semanas más tarde llegamos nosotros. ¿Ventajas? No había ningún turista. El guía árabe que nos llevó al lago Tiberíades y el monte de las Bienaventuranzas contó que iba con un autobús (ahora conducía un taxi) lleno de mexicanos, que pasó el primer misil y que se acabaron repentinamente los grupos de fieles cristianos. Bienaventurados los que pueden huir de las guerras.
Un día alquilamos otro taxi para ir a Belén. Ya desde el Monte de los Olivos es perfectamente visible el muro gris de cemento que se pierde en el horizonte y que separa Palestina de Israel. Recuerda mucho al de Berlín en sus buenos (o sea malos) tiempos. Hay que pasar un control del ejército, donde una muchachita judía juega con su móvil apoyado sobre el fusil automático, que apunta distraídamente a los conductores.
Muchas veces el turista se lleva decepciones cuando llega a los lugares que tiene en su imaginario. Otras veces no. El Taj-Majal, el Caribe y Nueva York encajaron perfectamente en la idea que tenía de ellos. Lo de Belén no alcanza a ser definido con la palabra decepción. Aquello es como un barrio pobre, tal que un pueblo árido, caluroso y tenso, por cuyas calles circulan veloces coches de la ONU. La iglesia de la natividad sí que es curiosa, con una puerta minúscula que mandó construir un mandatario musulmán para impedir que entraran tropas a caballo. Pero olvídense de pastorcillos, espumillón, abetos, nieve y demás aditamentos de las navidades nórdicas, que han acabado imponiéndose a base de anuncios y películas palomiteras. El viaje fue breve y un poco precipitado. A la vuelta el taxista paró en su casa para recoger a su hermana, una palestina ultraliberada que vivía en Estados Unidos y que estaba de vacaciones en la casa familiar. Después de algunas preguntas protocolarias se pasó el resto del corto viaje maquillándose en el espejo del parasol interno (¿se llama así?) del taxi.
De esta carrera solo trajimos unos cuantos souvenires, adquiridos en una tienda enorme en la que éramos los únicos clientes. Aquí les dejo las fotos de estos objetos hechos con madera de olivo.
Tengo un vídeo, pero no sé por dónde anda. Quizá de aquí a las próximas navidades lo encuentre y les dé el tostón inmisericordemente.
En A propósito hay unas coplas dedicadas a este viaje:
COPLAS JEROSOLIMITANAS
En el sepulcro de Cristo
un cura de luengas barbas
enciende y apaga velas,
como Pedro por su casa.
En el portal de Belén
estábamos dos o tres
aquel agosto del año
de gracia de dos mil seis.
En Belén ya no hay pastores,
ni ovejitas, ni camellos,
sino coches de la ONU
blindados, siempre corriendo.
Justo en medio de la nada
hay un puesto de control,
donde cualquier palestino
se suele freír al sol.
Ya tienen los palestinos
un muro que lamentar.
No es de piedra, es de cemento.
No es sagrado, ni es moral.
Los viernes, del musulmán;
los sábados, del judío;
los domingos, del cristiano;
¡que viva el ocio divino!
Qué alegría, nos dijeron:
“Ya no hay más que registrar.
Pueden rehacer las maletas
y volver a Sefarad”.
(Israel/Palestina, agosto de 2006)
Escribir comentario