Cuando era pequeño y me enredaba a hablar hasta que los mayores ya no me soportaban, mi abuelo materno me decía: "Ángel, escupe". Era un hombre muy parco en palabras y le resultaría especialmente irritante que un mocoso como yo estuviera todo el día sacándole punta a todo sin ton ni son. Su mujer, mi abuela Inés, era una mujer sabia sin estudios, de la que se cuenta que aprendió a leer y escribir escuchando solo las clases que recibían sus hermanos en el salón de la casa. Ambos nacieron con el siglo y murieron casi con Franco. Yo viví muy de cerca sus últimos años, meses y días. De ella (y de mi madre) he heredado un cierto sentido casi innato para el ritmo y de la rima, pero mi locuacidad supongo que viene de mi otra abuela, la paterna, con la que tuve mucho menos trato, y que era un flujo constante de genealogías, parentescos y callejeros. Todo en prosa.
Algo me queda de aquel carácter locuaz. No en vano he acabado siendo profesor y, para más inri, de lengua (por parte de abuela paterna) y de literatura (por parte de abuela materna). Entre la contención de un abuelo y la prolijidad de la otra he andado siempre. He valorado, apreciado y practicado la concisión, el haiku, el epigrama, la sentencia, el epitafio, la copla... Pero también he incurrido en la letanía y en el monólogo, sobre todo oral. Parece que la escritura me hace retener el aliento
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