Me asomo a la ventana y me encuentro algo que hacía años que no veía. Un grupo de niños de unos siete u ocho años ha construido una especie de cabaña con cartones y cuerdas, debajo de un pino en un jardín cercano. Seguro que todos ellos tienen en sus habitaciones consolas para llenar un carrito del supermercado, pero ellos están ahí abajo, creando un mundo cutre y real, pero ante todo, suyo. Juegan al adanismo y, de camino, a aislarse del universo incomprensible de los adultos, que los tratan como a ciudadanos de segunda, a pesar de los regalos y los viajes a Parislandia.
La primera frase que me ha venido a la cabeza al verlos ha sido: El señor de las moscas. Deformación profesional.
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