Uno escribió un libro hace años que tenía el número uno en el título. En él quería reflejar la multiplicidad del universo que, forzosamente, tiene que pasar por el ojo de la aguja de uno mismo o misma. Nada son galaxias, abedules, imperios, sacapuntas, ironías, nubes o barras de pan sin que el yo pensante, sintiente, comiente, tocante... lo aprehenda.
Paseo por los parques vacíos este primer día del año que quizá contenga alguna puerta de salida. Hay patos que me miran, deseosos de que lleve una bolsa de pistachos del cotillón (que no ha existido).
Una niebla implacable difumina la perspectiva, oculta las cimas de los montes y el manso (imagino) vaivén de las olas del cercano Mare al que llamábamos Nostrum (menuda arrogancia grecolatina).
Algunas flores atrevidas se asoman para anunciar tímidamente una primavera todavía lejana.
Supongo que en los televisores compiten por la escasa audiencia valses, saltos de esquí y refritos de la noche anterior, metáfora de los restos de una cena de la que no quedará ni una uva. Yo me comí (dos veces, una a la hora de Japón y otra a la de la Península Ibérica) doce rodajas de plátano en homenaje a las gentes que vivieron, como aquel novelista pijo y alcoholizado, bajo el volcán.
Recibo un vídeo. Unos niños corren por otro parque al norte de Osaka, volando una cometa blanca que resalta entre las ramas negras de los cerezos adormecidos, como en un relato que también escribí hace ¡décadas!
A lo lejos parece que viene alguien corriendo muy lentamente: otro que huye de su colesterol.
Una madre con un carrito, harta de ver platos sucios y confeti pegado en las copas, ha salido a airear su retoño y dar vueltas, como yo, a un lago artificial, en el que bucean, medio autistas, medio sabias, tortugas de varios tamaños.
Una banda de jilgueros huye al oír mis pasos.
Las palomas picotean los restos del pan que una vieja les tiró el año pasado, ese en el que perdimos, entre otras muchas cosas, el centro de gravedad permanente.
Este día, como los demás, carece de moraleja. Y también como los demás, deseo que este año del tigre les vaya mucho mejor que el anterior, cosa que no va resultar, intuyo, demasiado difícil.
Ha pasado algo más de un verano desde la última entrada del blog. Cosas que pasan. Nada grave. El poder reparador del silencio del que tanto, paradójicamente, se habla y tan poco se practica. No quiero decir que haya estado en una cámara insonorizada durante casi tres meses. Al contrario. He ido dos veces a Japón (imaginen esos motores surcando el cielo de Siberia), he paseado por las laderas del volcán Sakurajima (que está justo ahora un poco cabreado), he visitado el epicentro de la bomba y el lugar de los mártires cristianos de Nagasaki (a los que dedicó Lope de Vega una obra), he visto los primeros arces rojo del otoño de Minoh, he votado hace un rato, he incrementado mi nivel de responsabilidad en el trabajo, me ha dado por pintar digitalmente (me encanta la expresión "me ha dado", tiene tanto de involuntario y arrebatador)...
Así que esta entrada cumple lo que los semiólogos llaman la función fática del lenguaje, o sea, usar las palabras tan solo para decir al interlocutor que la comunicación se mantiene. Frases como "¿se me escucha?", "te estoy entendiendo", "dígame", etc. son ejemplos de esto que digo.
Pero ya que estamos en faena, usaré también la función referencial porque me apetece contar una anécdota que viví ayer en el aeropuerto de Osaka. Por los altavoces anunciaron que ya podíamos ponernos en cola los viajeros del grupo 5, el último en entrar. No había prisa. Nos esperaban casi doce horas de Osaka a Ámsterdam y tendríamos tiempo de sobra para hartarnos de estar dentro del avión. La cuestión es que en un momento dado fui a incorporarme a la fila que se estaba formando. En ese momento casi tropecé una pareja de ancianos japoneses y los dejé pasar. Dije: "dozo" y ellos sonrieron por la cortesía y por hablarles en japonés. Pues bien, unos segundos más tarde el hombre se volvió hacia mí y me regaló un pequeño y espectacular origami de un pavo real diciéndome: "Arigato". He vivido muchos ejemplos de la educación y la amabilidad japonesa, pero este último, ocurrido justo antes de abandonar el país, tiene un regusto especial no sé si simbólico, sentimental o lo que sea.
Yo por mi parte he hecho esta mañana mi origami simplón con la papeleta del congreso. No es para dar las gracias. Las gracias nos la tienen que dar a los ciudadanos quienes no se ponen de acuerdo, ni tienen pinta de ponerse. Más bien se parece a las grullas de Sadako Sasaki, hibakusha o superviviente de la bomba de Hiroshima, una plegaria para la curación de la leucemia provocada por la lluvia negra que siguió a la detonación y que más tarde se transformó en petición por la paz mundial. Así espero que mi humilde pliegue sirva, junto con el de otros muchos y muchas para que este país de santos, mártires, héroes, pícaros y futbolistas acabe teniendo un gobierno. Y que a mí me guste, claro.
Me fui a Japón el sábado antes del domingo de Ramos y me encontré en medio de otra campaña electoral, elecciones locales en este caso, si no he entendido mal a los candidatos que iban por Osaka en sus diminutas caravanas electorales. No me voy a poner pesado con el civismo japonés y la forma de hacer las cosas allí, porque no quiero tentar la paciencia patriótica de parte de mi "lectorado". Quien quiera, que vaya y lo vea.
La cosa es que, a pesar de las muchas veces que he visitado Japón en general y Osaka en particular, todavía he encontrado rincones y actitudes que me sorprenden. Sólo voy a contarles una de ellas. En los autobuses de línea del norte de Osaka hay un cartel luminoso que se enciende y se apaga casi continuamente. Yo pensaba, en mi cuasianalfabetismo, que era el aviso de petición de parada. Pero resulta que no. El conductor lleva un micrófono inalámbrico y, aparte de dar las gracias cualquier persona que sale del autobús (y la mayoría de las veces se apean unas diez o quince personas), se dedica a decir frases que hasta ahora no entendía. Poco a poco mi nivel de comprensión oral ha ido creciendo y, en un momento dado, entendí una palabra, hidari, que significa izquierda. Más tarde creí oír migui, que significa derecha y me percaté de que cuando las decía, el autobús giraba en esos sentidos o direcciones. Y decía también que íbamos a parar o que íbamos a arrancar... Esta costumbre tiene un efecto inmediato en la seguridad de los pasajeros, pero también obedece a una técnica/hábito llamada shisha kanko, que consiste en verbalizar lo que se está haciendo. La usan desde hace décadas los maquinistas de tren. Al parecer proviene de la meditación zen y con ella se consigue reducir el riesgo de error en un 85%. Cuando vayan a Japón y monten en un tren, procuren ir al vagón de cabeza para observar al conductor.
En esta jornada de meditación electoral, mi objetivo era concentrarme en pensar el voto, pero no voy a malgastar mis energías en ello, porque ya tengo el sobre cerrado y colocado en el mueble de la entrada desde hace días. Lo que importa mañana es hacia qué lado queremos que gire el autobús (¿migui?, ¿hidari?), o si queremos que arranque, o que dé un frenazo brusco y nos estrellemos todos y todas contra el cristal del futuro. Y, como decían Tip y Coll, la semana que viene, ya hablaremos del silencio.
Poemas y campos están horadados de pozos. El pozo es siempre inquietante; es como una lluvia invertida: sacar agua de abajo cuando no viene de arriba. En clase de literatura de vez en cuando nos tropezamos con alguno. Entre los más famosos está aquel de Poeta en Nueva York, "Niña ahogada en un pozo". También se hizo popular hace unos años aquella otra niña japonesa de la película The ring, que salía de uno con los pelos vueltos hacia adelante y que atravesaba la pantalla para ¡matarnos a todos!... Pozo y muerte son sinónimos en el imaginario del arte. En la vida cotidiana el pozo es fuente de agua que nos da vida, pero en el in-subconsciente, el pozo da miedo.
Muchas veces hemos comentado en clase este poema de Juan Ramón Jiménez en el que el pozo no es el protagonista, pero aparece como sospechoso atrezo en un supuesto locus amoenus.
El viaje definitivo
… Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico…
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.
Cuando les pido los/as jóvenes que analicen los elementos simbólicos de este aparentemente fácil poema, llegamos al pozo y nos tenemos que parar. Cielo y pozo son casi antítesis de verticalidad ascendente y descendente. Instalado en medio del huerto encalado, como en la adivinanza infantil, es blanco por fuera, pero negro por dentro. Es el símbolo de la amenaza latente. Todo está bien, hasta que deja de estarlo. Es un cisne negro en medio de un estanque de blanca quietud. Es la serpiente escondida entre la hierba: latet anguis in herba. El pozo, más que dar, reclama, traga, engulle, mata. Por su negro abismo se va el alma del poeta hacia el otro mundo. Suerte que se quedan "los pájaros cantando", es decir, que sobreviven los poemas, "la obra", lo único que a Juan Ramón le importaba de verdad.
Casi siempre son los niños los que caen (o salen de) en los pozos. Y no basta una piedra inestable para sellar su oscura energía centrípeta. Hacen falta cien ingenieros para contrarrestar su poder. Y suerte, mucha suerte.
Tal día como hoy en 1995 la tierra tembló en Japón con más intensidad de la normal. Se le llamó el Gran Terremoto de Hanshin. La ciudad de Kobe, cosmopolita y portuaria (en cierto sentido parecida a Málaga por la cercanía de las montañas a la costa) quedó devastada y murieron más de 5000 personas. Hace unos años la visité por primera vez con unos amigos japoneses, que fueron testigos de aquel desastre. Era de noche, se despertaron, salieron al exterior y la calle, tal como la conocían, casi había desaparecido. Murakami (que vivió mucho tiempo en Nishinomiya, un pueblo cerca de Kobe) escribió más tarde una colección de seis magníficos relatos titulada Después del terremoto, cuya lectura recomiendo a todos/as ustedes.
Y mientras tanto, por aquí se suceden también los movimientos telúricos, desagradables todos ellos. Hay un cálculo renal que me tiene en estado de reclusión y hay un seísmo político muy relacionado con la tierra, esa cosa que está bajo nuestros pies y que algunos piensan que es suya por la única razón de haber nacido en ella, como si semejante acto tuviera algún mérito. Más lo tienen los que arriesgan su vida en mares procelosos para llegar a estas montañas, llanos, mesetas y valles que llamamos nuestros.
Es como si la tierra misma se hubiera enfadado con nosotros por patearla, ignorarla o usarla como estandarte y hubiera decidido llevarse a sus entrañas a un niño inocente provocándonos una angustia constante.
Les dejo un viejo poema de Múltiplos de uno, que quizá viene al caso.
OCIO TELÚRICO
La madre que nos parió
esconde a veces secretos
entre sus cantos rodados,
o en el curso de las ráfagas
de arena de los desiertos,
o en los colores cambiantes
de las rocas que se oxidan.
Si escribimos, por ejemplo,
nuestro nombre sobre el suelo
calizo de una meseta
y a los tres días volvemos
y está completo o legible,
es buen augurio.
Si, en cambio,
las letras han permutado
sus puestos, esto es indicio
de que la tierra no está
contenta con nuestros pasos
sobre su faz
y nos requiere en sus minas,
en sus cavernas profundas,
para que le devolvamos
el préstamo de la cal
de nuestros huesos y el polvo
en que nos convertiremos.
El año que vi las ballenas ha sido este, el que está a punto de acabar.
Han pasado más cosas, casi todas buenas y un par (o tres) de ellas menos buenas. Estas, como han ocurrido en el ámbito privado y en el último cuarto, como dicen en el baloncesto, pues me las guardo en la baúl de los esfuerzos.
Este verano (lo aludí en otro texto) fuimos a Hokaido, para huir del cargante calor que ha hecho este año en Osaka. Durante la estancia en Abashiri, a orillas del mar de Ojostsk, cogimos un par de veces un barquito que lleva a ver cetáceos. Después de casi una hora alejándonos de la costa, el capitán dijo algo y viramos bruscamente hacia estribor (¿o era a babor?). Pero no había ballenas: eran delfines del Pacífico, blancos y negros como las orcas. Un grupo de unos veinte saltaba a lo lejos. El capitán fue haciendo maniobras hasta que los tuvimos delante de la proa y, a veces, debajo de la quilla. Un rato más tarde de nuevo giramos y aceleramos. Y de nuevo los delfines. Supongo que eran los mismos que andaban circulando por la zona. Pasaron los minutos y el capitán puso rumbo al este, hacia los majestuosos volcanes de la península de Shiretoko (nombre ainu que significa "fin de la tierra"). Entonces, a unos veinte metros a las dos (es decir a mano derecha delante del barco) vimos salir un chorro de aire y agua, enseguida, un lomo gris oscuro casi negro y por último una aleta, pequeña en comparación con el resto del cuerpo. Era una pareja de ballenas de Minke, un tipo de rorcual (balaenoptera acutorostrata) muy extendido por todo el hemisferio norte. Parece que hay incluso hay en el mar de Alborán y alrededores. No hubo saltos espectaculares, ni tocamos el lomo, ni nada de eso que se ve en los documentales que usamos como somníferos en la siesta. La naturaleza es más conmovedora y menos espectacular.
Para un poeta procetácico como yo, fue un momento emotivo que hubiera sido casi imposible vivir sin la persona que me llevó tan lejos, al fin del mundo, donde los volcanes vigilan témpanos de hielo a la deriva. Ojalá 2019 empiece mejor que está terminando 2018 y podamos volver a ver brillar el lomo de las ballenas en el mar de Ojotsk.
Cuando llegué a Japón a mediados de julio pude ver desde el monorraíl elevado los tejados azules del norte de Osaka. No se trata de una cerámica especial, ni de un rasgo de arquitectura popular, sino de unos toldos de plástico que se colocan sobre las casas que han perdido parte de sus tejas tras un terremoto. Razones económicas aparte, entiendo que no se dieron prisa en cambiar las tejas porque se esperaban nuevas réplicas. El paisaje resultaba especialmente inquietante en la localidad de Takatsuki, a medio camino entre Osaka y Kioto.
Este verano ha sido (y está siendo) muy intenso en desgracias para aquel país al que tantas cosas y personas me unen. Tras el terremoto de junio ha seguido una ola de calor como las que no se recuerdan en muchos años. La hemos vivido a pie y en bicicleta, por la mañana y la noche, y he sufrido algún que otro desvanecimiento que por poco me lleva al suelo. Luego llegaron los tifones (consecuencias de la excesiva evaporación que acarrean las altas temperaturas) de los que solo viví uno de los más débiles. Otro me cogió en la fresca y acogedora isla de Hokaido. El último llegó a Minoh justo dos días después de mi partida. La pista del aeropuerto del que salí quedó totalmente inundada por el oleaje. Para culminar la cadena de desastres naturales, a los pocos días otro fuerte seísmo sacudió precisamente Hokaido.
Como ya conté cuando el terremoto y tsunami de marzo de 2011, el comportamiento ciudadano ha sido ejemplar, sereno, cívico, responsable... Y en lo tocante a la parte de mi familia allí residente (que es el 50%), ha demostrado una entereza y valentía de la que me siento verdaderamente orgulloso.
Pero, claro, no resulta muy "japonés", ponerse aquí a lamentarse y clamar a los cielos por tantas desgracias, de modo que, al igual que hacen ellos, me repongo, rectifico el tono y les digo que, a pesar de esos pesares, merece la "pena" ir a Japón. Son demasiadas las razones para enumerarlas aquí. Quienes siguen este blog las conocen. Hokaido, por ejemplo, es una joya para los amantes de la gastronomía, la tranquilidad y la naturaleza. En el mar de Ojotsk hemos visto delfines, ballenas, osas cazando salmones junto a sus crías, cataratas de aguas termales cayendo desde los acantilados volcánicos de la península de Shiretoko, zorros cruzando pasos de cebra en Utoro, un museo de los pueblos del norte, esas gentes que viven en el extremo de la habitabilidad y que comparten, a pesar de las fronteras modernas, costumbres, mitos, artesanía y alimentos.
En un post anterior dije que no iba a hablar más de Japón y al final me he autoconvertido en agente turístico. Ya no prometo nada más. Lo prometo.
-Quienes crean que lo contrario de la ineficacia es la seriedad y la antipatía.
-Quienes odien comer carne, frutas y verduras de calidad.
-Quienes no sepan manejar los palillos.
-Quienes crean que van a encontrar robots por todas partes.
-Quienes amen los bares y restaurantes ruidosos, aunque, si se lo proponen, también pueden encontrarlos.
-Quienes odien la comida barata pero de calidad.
-Quienes estén en contra de que el servicio al cliente sea una prioridad total y absoluta en cualquier tipo de negocio cara al público.
-Quienes piensen que solo van a comer sushi.
-Quienes odien que los trenes, los autobuses y las calles estén siempre limpios.
-Quienes odien las cigarras en verano, los cerezos en flor en primavera y los arces rojos en otoño.
-Quienes consideren estúpido que los empleados de un banco cuiden las plantas que hay en los arriates que rodean la sucursal.
-Quienes crean que las telarañas son un síntoma de suciedad en lugar de un modo de dejar a la naturaleza autorregularse.
-Quienes piensen que los jóvenes japoneses están encerrados en sus casas videojugando y pidiendo pizza con una app.
-Quienes piensen que los deseos personales son más importantes que el respeto a los demás y la convivencia.
-Quienes odien que te agradezcan todo lo que haces.
-Quienes piensen que los japoneses son fríos y distantes porque no se abrazan en público.
-Quienes odien que en Osaka se puedan pedir por teléfono paellas mejores que las que se comen en muchos restaurantes de la madre patria.
-Quienes tengan el ego hipertrofiado.
-Quienes piensen que las papeleras son el único medio para mantener limpias las ciudades.
-Quienes odien que los trenes y los autobuses siempre lleguen a tiempo.
-Quienes odien que en las puertas de todas las casas y edificios haya flores o bonsáis.
-Quienes odien las bicicletas.
-Quienes amen la estridencia gratuita.
-Quienes crean que van a toparse por la calle con personajes de manga, samuráis y ninjas. Geishas sí podrán ver en algunas zonas de Kioto.
-Quienes odien que se reverencie, respete y tema a la naturaleza.
NOTA: Empecé a escribir este post en Japón, de ahí los de "venir" en lugar de "ir".
Seré breve. En el país de la sutileza, del haiku y la cortesía no cuadra que venga un gaijin, un extranjero, un guiri calvo como yo a dar la tabarra con Japón.
Me imagino a muchas y muchos de ustedes cada vez que saco alguna entrada sobre este país: "Ya está el pesado este con su niponfilia, que si los japoneses son así, que si son asao, que si son crudos, que si allí todo funciona muy bien, que si los ninjas dan saltos espectaculares, que si el sushi, que si la puntualidad de los trenes que si la educación y la eficacia... Qué pesado. Pues aquí también se vive muy bien, con nuestra paella, nuestros bomberos toreros y nuestros políticos que no iban mucho a clase".
Así que, invirtiendo la frase publicitaria de un seguro, diré: "Permítanme que no insista". Sé que otros y otras no estarán de acuerdo con esta decisión. Lo siento. No querría pecar de pesado y resultar contraproducente. No quiero decir con esto que no vaya a volver a hablar de Japón, porque va a resultar casi imposible. Mientras tanto me limitaré a subir algunas fotos de vez en cuando y a repetir, como en el viejo romance del conde Arnaldos, "yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va".
Ayer por la tarde decidimos entrar en un minúsculo local del barrio para huir de la ola de calor. Se trata de apenas una barra con diez o doce taburetes. La decoración es escasa: una postal de París y una torre Eiffel a su lado. La música de jazz y el aire acondicionado provocaban una cambio brutal con el exterior. En dos pasos parecía que habíamos entrado en el mismísimo cielo. La carta también era escueta. Pedimos un café con hielo y un ginger-ale. La camarera, cocinera y (supongo) dueña se dispuso a hacer el café. Sacó un paquete de grano, midió la cantidad y la insertó en una maquina para molerlo. Puso agua a calentar en una cafetera. Dispuso un filtro de papel en una cafetera de cristal. Con un poco de agua caliente la lavó por dentro. Luego comenzó a verter el agua con parsimonia, como haciendo dibujos concéntricos sobre el café molido. Creo que estaba distribuyendo el agua para que cogiera el sabor de todo el café depositado. Por último, lo echó todo en un vaso con hielo y lo acompañó con dos pequeñas jarritas, poco más que que un dedal, una con leche y otra con sirope transparente. Total, casi diez minutos para completar el proceso de hacer un café.
Muchas veces leo por ahí que el zen, tan conocido fuera de Japón por intelectuales y artistas desde los años sesenta sobre todo, no es seguido por gran parte de la población. Hay más creyentes de otras ramas del budismo, como la Tierra Pura o Nichiren. Dejemos de lado el extraño porcentaje según el cual aproximadamente el 80% de los japoneses se considera sintoísta, el 70 %, budista y el 10%, no creyente. El asunto es que el zen ha infundido en la manera de estar y de trabajar de los japoneses. No soy el primero que lo dice. Ahí está el libro de Suzuki, El zen y la cultura japonesa. De todo lo que supone el zen, en esta ocasión se aprecia claramente la concentración en las tareas cotidianas, en el aquí y ahora, del que tanto habla el famoso mindfulness. Reza una parábola zen (cito de memoria) que un estudiante iba buscando a un gran maestro en cierto templo perdido en los bosques. De camino encontró a un viejo cortando leña. Le preguntó por el maestro y este le respondió: "Mira mi hacha, ¡qué afilada está!" Y lo amenazó como para agredirlo. El muchacho salió por piernas y llegó por fin al monasterio. Preguntó por el gran maestro zen y alguien le dijo: "Está en el campo cortando leña". Lo que estaba haciendo en ese momento era lo más importante para él y quiso enseñarle, a la manera brusca del zen antiguo, que todo lo demás carecía de importancia. Otro maestro decía cuando le preguntaban por la sabiduría zen: "Cuando tengo que comer como; cuando tengo que dormir, duermo". A lo que se podría añadir: "Cuando hay que hacer un café café, se hace".